“Llamen a un doctor”, “llamen a un dentista”, gritaban desde la platea los espectadores enfurecidos que ya comenzaban a establecer dos frentes de batalla en el Theâtre Champs Elysées de París en 1913 cuando se estrenó por primera vez “La consagración de la primavera”. Sergei Diaghilev ordenó a la orquesta que siguiera tocando y los bailarines continuaron con la función en medio de silbidos, gritos y protestas que convirtieron la sala en un verdadero pandemónium.
Nada de esto ocurrió el martes 27 en el Opera House del Kennedy Center cuando el Mariinsky Ballet, dirigido por Valery Gergiev, subió a escena este emblema de la modernidad y la osadía coreográfica. Aunque también hoy hubiera podido generar escándalos. Lo que aparentemente irritó al público de entonces fue la brutalidad del tema y la violencia de la música de Igor Stravinsky que se lanzaba con audacia en el campo de las disonancias.
El guión, escrito por el mismo Stravinsky y Nicholas Roerich, también responsable de la escenografía y el vestuario retrataba el sacrificio de una doncella en una danza tribal, ancestral, primaria, con la que Vaslav Nijinsky rompió todos los cánones del estilo clásico de la danza para trasladar el lenguaje coreográfico a un plano primitivo. Los pies vueltos hacia adentro, los brazos quebrados, las rodillas dobladas casi constantemente, posiciones primarias y una gran exuberancia rítmica caracterizaron este rito pagano de celebración de la fertilidad. Luego de la adoración de la tierra, deviene el sacrificio.
Una de las doncellas será la elegida para el sacrificio, la que danzará con total desenfreno hasta morir para cumplir el rito. Con el subtítulo de “Escenas de la Rusia pagana”, la obra violó todas las reglas y estableció las pautas para la renovación del ballet del siglo XX. En una conjunción casi mágica, Nijinsky logró que cada uno de los bailarines se convierta en un instrumento que ejecuta, nota tras nota, esa asombrosa partitura de Stravinsky.
El Mariinsky Ballet, inscribió esta pobra en su repertorio, luego de que la repositora Millicent Hodson la recuperara, pieza por pieza, a través de fotos, recueros, testimonios, imágenes que habían quedado dormidas durante cien años. Hasta que el Joffrey Ballet decidió revivirla en 1985. Magnífica interpretación, de la compañía rusa, que trajo al Kennedy Center obras que formaron parte de los Ballets Russes de Diaghilev. Visionario audaz que impuso un nuevo estilo renovador a través de la convocatoria permanente de artistas de diferentes disciplinas.
El Mariinsky también trajo a escena dos joyas del ballet romántico del siglo XX, “El espectro de la rosa”, obra de Mikhail Fokine, estrenada en 1911, también por los Ballet Russes de Diaghilev, y “La muerte del cisne”. La primera de esta segunda parte, tuvo como protagnistas a una exquisita Kristina Shapran y a Vladimir Shklyarov. En esta historia onírica, una joven que vuelve a su casa después de un baile cae presa de su ensoñación, y en sus sueños, el espectro de la rosa que posee en sus manos aparece por la ventana arrastrándola en una danza encantada.
Ambos bailarines conforman una bella pareja. Shklyarov, con saltos intensos, y delicados movimientos, logra un buen ensamble con su partenaire, aunque no alcanza el tono justo para el encantamiento. Shapran, una bailarina delicada, etérea, sutil, liviana y ligera como el aire, perfila a esa joven subyugada por su percepción onírica.
Inmortalizado por Ana Pavlova, “La muerte del cisne”, trajo a una sublime Ulyana Lopatkina. Con sus maravillosas piernas y sus bazos que parecen alas, la bailarina mostró a la artista sensible y delicada que siempre habitó en ella. Esa arista que en este siglo XXI ya es un “rara avis”. Lopatkina, reapareció en la tercera parte del programa en el Grand Pas de “Paquita”, un emblema del clasicismo en el que la bailarina mostró, una vez más, su magnificencia.
Si algo caracterizó siempre a Lopatkina fueron sus maravillosas piernas y sus extensiones, su precisión, su delicadeza, y su impecable técnica. Cada una de estas cualidades se ponen en evidencia, cuando se la ve ante un elenco de jóvenes bailarines. Más magnífica que nunca, Lopatkina es el emblema de una generación de bailarines que parece estar extinguiéndose. Como también se han extinguido los visionarios como Diaghilev, que lograron revolucionar la danza con su aporte de belleza e insolencia.