Un mundo mágico que se mezcla vagamente con la realidad. Un hechizo que sólo puede romperse a través del amor verdadero, único guerrero invencible del mal. Una princesa convertida en reina de los cisnes –también princesas embrujadas– a la espera de un príncipe que las vuelva a convertir en humanos. Y un malvado hechicero.
“El lago de los cisnes”, lleva a escena una historia compleja en la que el bien y el mal juegan su propia partida. Meta insoslayable de toda bailarina clásica, esta obra maestra del ballet, confeccionada como una delicada filigrana por Marius Petipa y Lev Ivanov, con música de Piotr Illich Tchaicovsky, es el emblema del clasicismo y la belleza.
La producción que trajo el Mariinsky Ballet al Opera House del Kennedy Center for the Performing Arts de DC, basada en la original de Petipa-Ivanov, sobre la versión de 1950 de Konstantin Sergeyev es, sencillamente, sublime. Tiene la particularidad de incluir en el final la aparición de cisnes blancos y negros, y de dejar que el amor venza al mal en la tierra y no en el más allá como ocurre en otras versiones.
En esta puesta, se establece una lucha entre Sigfrido y Rothbart en el que el malvado hechicero muere. Odette vuelve a la vida a través de Sigfrido que redime su error de haber jurado amor eterno al falso cisne Odile.
Dirigido por Valery Gergiev, el Mariinsky trajo a DC una camada de jóvenes primeros bailarines. Brillantes y prometedores, pero que aún no alcanzan el peso artístico que siempre mantuvo la compañía de San Petersburgo para estos roles tan demandantes tanto en técnica como en intensidad interpretativa.
Alina Somova, quien cubrió el rol de Odette-Odile en la noche de apertura, el 28 de enero, hizo un primer acto impecable, pero carente de emoción. Una bailarina promovida al rango de principal hace un par de temporadas que necesita trabajar más el personaje desde la actuación. Su enorme flexibilidad, sus delicados brazos, magníficos equilibrios y unos pies que parecen no tocar el piso forman parte de esas virtudes incuestionables de esta bailarina a la que habría que ver en unos años.
Y fue precisamente en el cisne negro donde aparecieron ciertas imprecisiones técnicas en la colocación de los brazos durante los dobles fouettés a una velocidad deslumbrante y en algunos cierres. Su química con Sigfrido, un prolijo y delicado Vladimir Shklyarov, tuvo altibajos. Sin duda, ambos lograron su mejor momento en el final del pas de deux del cuadro blanco. Una herencia indiscutible de la versión de Lev Ivanov de 1895.
Shklyarov, tuvo un impecable desempeño en sus saltos y grand jetés, y por momentos fue un príncipe encantador. Aunque aún le falte la maduración necesaria para imponer su presencia en escena. Excelente partenaire, cuidadoso y atento.
Andrei Yermakov como Rothbart mostró en sus grand jettés una altura asombrosa. El Jocker, Vladislav Shumakov, exhibió su precisión y su técnica. Mientras Anastasia Nikitina, que integró en pas de trois de los amigos de Sigfrido en el primer acto, mostró un delicado encanto, con su atractivo port de bras y su cuidado trabajo corporal.
El cuerpo de baile, majestuoso, logró mostrar en escena la esencia histórica de esta compañía, ese virtuosismo y precisión impecable que deslumbra y deja boquiabierto hasta al espectador más avezado. Con el diseño de vestuario de Galina Solovyova, sutil, delicado, con predominio de los colores pastel para los trajes de los cortesanos, la puesta adquiere una perfecta armonía, sustentada por una bella y sugerente escenografía de Igor Ivanov. En el cuadro blanco del primer acto, el ensamble dejó su huella memorable, en la que la emoción se desliza por los escondrijos del alma.