Viene de: La era revolucionria
Si bien fue anterior a esa época (en 1968), hice un viaje a Toronto, donde me encontré con Alberto Alonso, quien me pidió que, como ciudadana cubano-americana, lo presentara ante el Cónsul General de los Estados Unidos en esa ciudad. No cabía dudas: el coreógrafo también deseaba solicitar asilo político. Lamentablemente, su petición fue denegada. Sin embargo, Alberto lo consiguió en 1993, cuando su hijo Albertico Alonso Calero, llegó a los cayos estadounidense en una frágil barca, en busca de la “ansiada libertad”, como repitió en entrevistas que siguieron.
En el capítulo VI, titulado “Les orages de la tempête”(Los estragos de la tempestad), o “La Decadencia”, Wirth detalla las penurias que la población comenzaba a experimentar (1992) que copio textualmente: “Los bailarines podían irse, uno tras otro, pero la vieja diva, cada día más limitada, continúa impertérrita, ejecutando lo que ella considera es ´baile´…Francamente ridículo….”
Me atrevo aquí a opinar que llamar a Alicia, “coreógrafa”, aunque sea cruel decirlo por sus razones físicas tan limitadas, es una burla. En el difícil arte de la danza clásica, hacer coreografías no es solamente mandar al bailarín a ejecutar ciertos pasos, frente a un espejo que no perdona. Sobre ese arte, sabemos que un coreógrafo ordena los pasos por sus nombres, pero infinidad de veces tiene que ejecutarlos él mismo, para que el estilo deseado sea entendido a plenitud.
“El movimiento carista” que fue poco conocido, expone el descontento que muchas bailarinas han experimentado antes y ahora, por la mano de hierro de Alicia, con referencia especial a sus roles favoritos (“Carmen” viene a la mente). Algunas, como es el caso específico de Rosario (Charín) Suárez, esperaron demasiado para marcharse al extranjero.
Para concluir, el capítulo titulado “La derrière valse?” (¿El último vals?) Wirth traslada a los lectores a los inicios de la danza clásica en Europa, particularmente en Francia, durante el reinado de Luis XIV. Estimo, no obstante, que muy poco podían asemejarse los miembros de la exquisita corte, a los toscos guerrilleros que, con rosarios religiosos alrededor del cuello, bajaron de la Sierra Maestra para propiciar que los Castro se adueñaran de la que fuera más bella isla caribeña, y la convirtieran en su posesión privada.
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