El Teatro de la Ville de París presentó entre el 23 de febrero y el 5 de marzo “Ce que j’ appelle oubli”, de Angelin Preljocaj. La obra ya se había escenificado en la última edición de la Bienal de la Danza de Lyon, pero para París es un estreno.
Se refiere a un suceso ocurrido en diciembre de 2009, en un supermercado justo de Lyon. Un joven marginal tuvo sed, entró y tomó una lata de cerveza, que no pagó. Los cuatro vigilantes le propinaron tal paliza, con encarnizamiento irracional, que le provocó la muerte.
El escritor Laurent Mauvignier pasaba por la calle, cuando vió un pequeño “poster” que decía: “Lo que dijo el fiscal, fue que un hombre no debe morir por eso”. Es decir, por tomarse una lata de cerveza sin pagarla. A Mauvignier le impresionó esa frase tan Thomas Bernhard. De modo que hizo una sola frase en el espacio de 60 páginas: el libro “Ce que j’ appelle oubli”, Éditions de Minuit.
A Preljocaj le interesaba continuar la correlación entre danza y literatura (en el sentido de la escritura de ambas), que ya había realizado con Pascal Quignard y Jean Genet, con “Le funambule”.
No se trata de “ilustrar” al texto, ni tampoco servirse de él, para “interpretarlo” o “traducirlo” al “lenguaje” de la danza, o del gesto. Sino que es el texto mismo el que “construye” la danza, en una puesta en relación de las palabras con los pasos, como si un ritmo les fuese consustancial a cada expresión, la verbal y la no-verbal.
¿No se ha dicho tantas veces, que el movimiento suplanta las palabras? En esta particular tendencia en la que ha solido trabajar Preljocaj, las palabras no están, tampoco, para suplantar al movimiento. El interés de Preljocaj es revelar, acaso, un sustrato común entre el verbo y el movimiento, que escapa –¿por el momento? – a una definición teórica.
En medio de una depresión, o una “crisis de identidad” –la cual, sin embargo, no tenía nada que ver con su trabajo coreográfico–, Jerome Robbins, no obstante, hallaba difícil hacer un ballet determinado. Dispuso entonces otro proyecto, eminentemente teatral, y autobiográfico. Escribió en sus apuntes: “Me gusta el teatro, el teatro de mi vida”. Y al pensar su vida en términos de escenas, se encontró de pronto escribiendo sin parar. “¿No es gracioso, expresó, que la pieza se produzca a través de la escritura en vez de la representación, ¡después de todos estos años en los que me he dirigido hacia lo no-verbal!?”
Creo que lo que preocupa a Preljocaj, con obras como “Le funambule” y ahora “Ce que j’appelle oubli”, es la tensión de esa disquisición que incidentalmente atenazó a Robbins.
Si Preljocaj va hacia una nueva definición de la relación entre lo verbal y lo no-verbal, el resultado es mucho más elocuente y diáfano en “Ce que j’ appelle oubli” que en “Le funambule”, incluso si esta última pieza era ya remarcable y llamó sobremanera mi atención.
El narrador, impecable, del texto es el actor Laurent Cazanave. Junto a él, seis estupendos y bellos bailarines (Aurélien Charrier, Fabrizio Clemente, Baptiste Coissieu, Carlos Ferreira Da Silva, Liam Warren y Nicolas Zemmour), quienes durante una hora y media serán, sea los cuatro vigilantes, sea cada uno de ellos, indistintamente, la desgraciada víctima. (El otro, el sexto, es simbólico.)
El “juego” entre el texto y la gestualidad está admirablemente controlado. Los pas de deux (en un momento, son tres pas de deux simultáneos, entre los seis bailarines así repartidos) son espectaculares, con “lifts” acrobáticos. Hay así como un refocilamiento en lo masculino, o lo viril. ¿Por qué no, si después de todo la violencia suele asociarse con la testosterona desencadenada? La violencia, en la base misma del suceso que provocó la muerte del infortunado marginal y a su vez el texto del escritor, es inevitable en la pieza. Se puede “tocar”. ¿Es perturbadora? A mí no me molestó, ni siquiera en las escenas que se requieren más “fuertes”, enérgicas y paroxísticas, punteadas por una música (“79D”) agresiva.
Tampoco me molestó en la escena de los carniceros (referencia a la vida privada de la víctima), en la que aparecen con los delantales manchados de sangre… No me molestó por la coordinación, la precisión de las líneas, la construcción cuidada de cada ángulo; la insistencia, en ciertos pasajes, en poderosas líneas horizontales, aunque hay también verticales. La plástica es siempre sobrecogedora. Varias figuraciones son de tal complejidad que, indiscutiblemente, Preljocaj las tiene que haber tomado “en préstamo” de lienzos clásicos. Es ello tan palpable –y tan logrado- que, en esos momentos precisos, se instala la relación entre pintura y danza… Pero la materia de reflexión primigenia es la existente entre lo verbal y lo no-verbal. En definitiva, como nadie puede ignorar, la pintura y la danza comparten mucho, sobre la base de lo estrictalmente visual. Valga no obstante el acotarlo, porque la faena de Preljocaj lo amerita. Se queda grabada en las pupilas la impactante y hermosa escena final, que remeda sin dudas a una Piedad crística.
Si no, hay un erotismo –o sexo, a secas, si se quiere– que sí es perturbador, acaso por la cercanía indisoluble entre Eros y Tanatos.
La pieza se resiente hacia el final, aunque se salva a la postre con ese “cuadro” crístico ya mencionado. Los últimos quince (o un poco más) minutos se diluyen en composiciones más convencionales y socorridas, como los intérpretes enroscándose en barras. Pero el resultado en general es notable, y sí, apabullante.