Como todos los años sucede, especialmente en los Estados Unidos, después de celebrar el Día de Acción de Gracias pasar por el “Black Friday” (Viernes Negro), al que ahora se le han añadido los “Cyber Days” (Días cibernéticos) a través de Internet (fechas para comprar con rebajas los regalos navideños), llegan las presentaciones del “Cascanueces”. Desde los comienzos de diciembre, este clásico aparece en múltiples escenarios de diferentes ciudades estadounidenses.
Según críticos reputados, esta encantadora obra –segunda de la trilogía creada por los genios Tchaikowsky y Petipa– tiene su mejor versión en la “definitiva”, que George Balanchine ideó para su compañía, el New York City Ballet, y que se estrenó en febrero de 1954.
Eran aquellos unos tiempos diferentes, y aún el gran maestro no había tomado posesión de su casa: el ahora llamado teatro Koch del Lincoln Center, del que pudo disponer desde 1964 para dos temporadas anuales (aumentada recientemente a tres) de su compañía.
No es necesario recalcar que este ballet, dividido en un prólogo, dos actos y cuatro escenas, es una obra para niños. La historia de E.T.A. Hoffman ya es harto conocida: la familia Stahlbaum celebra la Navidad con el tradicional árbol que en un momento preciso, crece y crece hasta llegar al techo. Y también incluye intercambio de regalos, y las sorpresas que trae consigo el misterioso Drosselmeier: tres muñecos que ejecutan danzas, y el Cascanuece para Marie, la niña de la casa, quien se prenda de su muñeco.
Hay lucha entre ratones y soldaditos, y en resumidas cuentas, el sobrino, que es en realidad el mágico Cascanueces, después de luchar con los ratones y vencer al rey, transporta a la niña a un mundo de golosinas, transitando por un bello bosque nevado, donde hay dieciséis copos de nieve que danzan en medio del bosque cubierto de nieve.
El grupo de niños que acude a la fiesta –todos alumnos de la School of American Ballet– es simplemente adorable. El trabajo de los/as profesores/ras merece inmensos aplausos, porque aquellas criaturas de cortas edades, se apoderan de sus roles con total maestría y seriedad, como si fueran avezados profesionales. No parecen equivocarse tampoco en los bailes del acto segundo en los que intervienen. Todos quedan a la altura de los mejores, asimismo los ángeles, que en la apertura del acto segundo parecen deslizarse sobre el suelo en vez de caminar.
Claire Abraham, la diminuta Marie, es un verdadero encanto, y su Cascanueces, el sobrino de Drosselmeier, a cargo de Lleyton Ho, es un caballerito formal y lleno de cortesía. Merece un renglón aparte, la presencia del conocido Robert La Fosse como el intrigante Drosselmeier, cuya actuación dramática es superior. La Fosse le inyecta al personaje toques y matices muy apropiados y diferentes a otros vistos anteriormente en el mismo rol.
En el segundo acto puede comprobarse una vez más, la armonía e inspiración del grandioso Mr. B. Desgranando con gracia y dominio toda la belleza de la coreografía que hay en ella, aparece Tiler Peck como Gota de Rocío (Dew Drop), quien dirige a los angelitos en la transición de la historia, cuando la pequeña Marie y su Cascanueces llegan al reino de las golosinas. Ya Peck es bien conocida por su magnífica técnica, aunque el público asistente era diferente al que siempre acude a las temporadas anuales de la compañía. En este mes de constantes presentaciones, hay madres y padres que van con sus hijos, muchos de ellos en brazos, si bien no falta tampoco la gente joven.
Entre todos los muñecos bailables que acudieron a festejar a los pequeños visitantes, estaban presentes el nutrido grupo que representaba el Chocolate; la solitaria y sensual Café, a cargo de Savannah Lowery; el trío que ejecutaba el Té, así como el quinteto de mazapanes (pastorcitas), encabezadas por Erica Pereira. Y la infaltable Mamá Ginger, los Polichinelas, los traviesos bastones de caramelos, con el atractivo bailarín Robert Fairchild a la cabeza, quien además de mostrar su enorme personalidad como admirada figura del elenco, ejecutó innumerables y difíciles travesuras con su aro, como la coreografía reclamaba.
El plato fuerte de la obra es siempre el Pas de Deux final, esa noche espectacularmente ejecutado por la pareja formada por el Hada Garapiñada (Sugar Plum Fairy), encarnada por la sutil y esplendorosa Megan Fairchild, y su Caballero, Joaquín De Luz, quienes bordaron las difíciles variaciones, tanto en los bailes en pareja como en los solos. Aquí es de notar cómo el público entrenado en Balanchine, ya comienza a responder a los pasos de bravura o grandes alardes de técnica, poco frecuentes en el estilo coreográfico del coreógrafo, por más que su escuela demanda limpieza y rapidez en los pasos, que por ende los hace muy difíciles. Los múltiples pirouettes de De Luz arrebataron a los presentes, demostrado por los innumerables aplausos que recibió el simpático bailarín madrileño.
El final deja siempre sorprendido al público, especialmente a los pequeños, cuando surge en la escena el enorme trineo que vuela hacia las alturas, llevando a Marie y su Cascanueces a sitios elevados. Un aparte no puede negársele al solo de violí de Nicolas Danielson, en el bello intermezzo de la partitura. La orquesta, esta vez dirigida por Arturo Delmoni, llevó los tiempos con extrema rapidez. No obstante, fue una noche más de éxito, de las muchas en que la admirada obra ayuda durante este mes de salutaciones navideñas, a rellenar los cofres de la compañía.