El Conjunto Folclórico Nacional de Cuba, una de las cuatro emblemáticas compañías de danza del país con poco más de seis décadas, se propuso como objetivo esencial, contribuir “al rescate y revitalización de las tradiciones dancísticas y musicales” de la mayor de las Antillas. El compromiso fue seleccionar las más notables por su intrínseco valor cultural, para luego organizarlas de acuerdo con las más modernas exigencias escénicas -modélicas entonces las afamadas agrupaciones homólogas de los países de la Europa oriental-, empero sin traicionar “su esencia popular”.
En su andadura ininterrumpida de seis décadas, con sus lógicas altas y bajas, este conjunto ha desarrollado un particular estilo de arte folclórico teatral, el cual ha demostrado su “gran efectividad escénica y estética” -según la crítica internacional- , que consigue reflejar de manera espléndida las diversas raíces culturales nacionales, tanto de origen europeo como las de poderosos antecedentes africanos, provenientes de las sucesivas olas migratorias, involuntarias (el régimen esclavista) o voluntarias.
Así podríamos considerar este espectáculo multiétnico como una mirada retrospectiva y conmemorativa de este conjunto fundado en 1962. Con la reposición de varias coreografías icónicas de su repertorio pasivo, de cuatro de sus creadores locales, y se convierte en una especie de “diálogo desde el movimiento”, a partir de la participación de “los elementos antropológicos necesarios para una mejor comprensión de los procesos que conforman la identidad del cubano”, como expresa el programa de mano.
Hitos del repertorio: re-visitados
Pudimos apreciar, en poco menos de dos horas, una serie de piezas representativas que constituyeron historia en los últimos tiempos, concebido por el juvenil nuevo director general y artístico, Leiván García, bailarín solista que remplazó hace solo unos meses al veterano bailarín y coreógrafo Manolo Micler. García ha tenido el coraje de trabajar con un cuerpo de baile bisoño -un buen número de sus miembros ingresaron recién diplomados de la Escuela Nacional de Danza-, para cubrir las plazas vacantes por jubilaciones y éxodos hacia otros horizontes (algo similar ocurre con otras agrupaciones artísticas de la isla). El resultado en la escena mostró las potencialidades emergentes, con la ayuda de los entrenadores bajo la pericia de la veterana bailarina Julia Fernández González, responsable de una loable puesta en escena en la Sala Avellaneda del Teatro Nacional de Cuba.
En esta ocasión, Fernández asumió con valentía la entrega de una docena de obras recuperadas y revisadas, creadas para esta compañía por reconocidos coreógrafos cubanos, tales como Santiago Alfonso y Roberto Espinosa, y del predecesor director, Manolo Micler, seis piezas. También incluyó un exuberante divertimento de Pancho González, donde la patrimonial rumba rindió tributo a don Luis Carbonell, paradigmática personalidad de las artes escénicas cubanas en el centenario de su nacimiento.
En poco menos de dos horas intensas e inmersivas -el gran final carnavalesco provocó la participación bailable del público entusiasta-, el espectáculo consiguió la aprobación unánime de esta heterogénea audiencia, conformada por los fieles seguidores del CFNC y los nuevos aficionados, así como un buen número de visitantes foráneos curiosos por ser introducidos en la ritualidad de los sincretismos cubano-africanos.
Con la primera parte del programa disfrutamos de un desfile de las deidades fundamentales del panteón yorubá y con la segunda, repasamos los más identitarios ritmos bailables de nuestro acervo cultural popular. De la primera serie debo señalar el soporte musical en vivo dominado por la percusión canónica de los tres tambores batá auténticos, ejecutados por dignos herederos de otrora cultores rituales de pura sangre.
En general, las puestas en escena recibieron un tratamiento respetuoso de modernidad, desde el punto de vista producción, con el cuidado de no desvirtuar las conocidas ortodoxias, si bien en ciertas ocasiones se desvelaron contaminaciones, aceptables, de técnicas dancísticas más contemporáneas, ajustadas a la destreza del cuerpo de baile actual: un hic et nunc del CFNC.
Algunas de las obras de los destacados coreógrafos estuvieron beneficiadas con brillantes solistas (solos y dúos por parejas mixtas), fue el caso con “Olokun” y “Danzón Barroco” de Santiago Alfonso, Premio Nacional de Danza 2006; o en “Oguere” y “Oyá” de Roberto Espinosa, o el “Ave María a la Rumba” de Pancho González, así como las seis miniaturas firmadas por Micler: “Cautivos”, “Okún”, “Ayanu”, “Habanera”, “Isora Club” y “Carnavaleando”.