Como parte de la esencia humana, la transmutación, el cambio, la supervivencia se instalan en el día a día y se van transformando en símbolo. En “Cão Sem Plumas” (Perro sin plumas), una de las más reconocidas coreógrafas brasileñas, Deborah Colker, trajo al Kennedy Center de Washington DC, del 16 al 20 de octubre, una pieza de extraordinaria belleza estética, y de enorme profundidad filosófica. Inspirada en el poema del mismo nombre, de João Cabral de Melo Neto, publicado en 1950, Colker lleva a escena esta primera creación que la conecta en sus raíces brasileñas.
Luego de trabajar con su compañía con los nativos de la empobrecida región del río Capibaribe, estado de Pernambuco, su nuevo trabajo es el resultado de una magnífica combinación de lo real con el arte
Catorce bailarines, integrantes de la Companhia de Dança Deborah Colker, van transitando por los contrastes entre la pobreza y la riqueza, entre la naturaleza y los cambios provocados por el desarrollo, en una danza que deslumbra por su perfección, ajuste, técnica y destreza.
Durante las tres semanas en las que Colker y su troupe pasaron en Pernambuco, aprendiendo las danzas y los gestos de los indígenas que habitan esa región. Y en este periplo los bailarines se van transformando desde lo humano a lo animal, con figuras primarias, básicas, terrenales de esa riqueza salvaje, intensa, bella, desbordante.
Una voz en off recitando algunas estrofas del poema de Melo Neto en breves pasajes de “Cão Sem Plumas”, se funde con la música de Jorginho De Carvalho, en un ensamble imperceptible de ritmos, secuencias y sonidos que se asemejan a los de la naturaleza. Tal como se amalgaman los trajes de los bailarines, bellos y sutiles creados por Claudia Kopke, quien logró un efecto fascinante al diseñarlos como si fueran parte de la propia piel, desnuda, con barro reseco en algunas partes.
Y en este despliegue fascinante de elementos visuales, sonoros y corporales, quedan a la luz múltiples interpretaciones. Impecables bailarines, dueños de una sincronización asombrosa, y de un excelente dominio corporal, esta creación se convierte en un despliegue onírico de imágenes, seres que se desplazan que cambian, que mueren y vuelven a nacer.
Proyecciones de video en blanco y negro forman parte de este contraste constante, de ese juego metafórico que hace de esta danza un poema en sí mismo, a veces repetitivo, recurrente. Mientras los cuerpos, enlodados, juegan con diferentes texturas de movimientos y elementos escénicos que se funden en un todo irreemplazable.