Como lo ha definido el propio astro de la danza cubana, Carlos Acosta, fundador y director general de Acosta Danza -la más joven y multifacética compañía de danza de la isla grande de las Antillas-, este programa está signado por el verano de este hemisferio, al desarrollarse bajo estas condiciones físicas, climatológicas y espirituales. Una estación que se ajusta a muchas características de las personalidades y el ritmo de los movimientos de los danzantes, que se enfrentaron al exigente público que colmó la sala García Lorca del Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso durante tres jornadas, 17, 18 y 19 de agosto.
En esta ocasión, la novedad convocante fue el estreno mundial de “Satori”, la tercera obra coreográfica del joven bailarín del conjunto Raúl Reinoso, quien dio sus primeros pasos en este terreno en Acosta Danza. Ahora se arriesga ampliamente al asumir un reto mayor, cuando decide acometer un importante espectáculo inspirado en conceptos del budismo zen: “un viaje espiritual que trasciende las fronteras culturales y de épocas”.
Otras tres piezas, en reposición, conforman los programas de estas tres funciones estivales habaneras: “End of Time”, un dúo neoclásico elegíaco concebido y laureado en 1984 por el británico Ben Stevenson, con el edulcorado apoyo musical de una hiper-romántica partitura del ruso Serguei Rachmaninoff, inspirado en el filme “On the Beach” (1959), de Stanley Kramer, bailado aquí por Deborah Sánchez y Enrique Corrales (atenidos a los códigos clásicos, pero expresados con una febril convicción). Le siguió el breve solo “Impronta” de la española María Rovira, con música original de Pepe Gavilondo, notablemente interpretado por Zeleidy Crespo, una diosa de ébano dotada de recursos técnicos y carisma simpar, que regala una evocación de gran belleza de la herencia africana de estas tierras.
El cierre correspondió a la obra “De punta a cabo”, en versión original de Alexis Fernández (Maca), enriquecida por imágenes en video (back-projections) realizadas especialmente para esta compañía por XAlfonso, talentoso compositor de electro-rock, cantante y videasta. Una suerte de espejismo del sempiterno Malecón, también conocido como “el sofá de La Habana”, pretexto del autor para mostrar una deconstrucción de bailes populares de la pasada centuria. Apoyado igualmente por la música de Kike Wolf (a partir de la conocida pieza “La bella cubana”, de José White) y de Omar Sosa. Aunque no es lo mejor del repertorio, funciona como carta de presentación de una entidad local caribeña.
La importancia y complejidad del tema abordado por Raúl Reinoso amerita especial atención. Antes que todo por su título, “Satori”, un término japonés que, en el budismo zen, se refiere al despertar espiritual, al cual se llega mediante la reflexión introducida por un Koan -una técnica de meditación religiosa-, e igualmente designa al estado de iluminación de Buda Gautama y los patriarcas del budismo.
Durante varios meses el coreógrafo estuvo obsesivamente trabajando con el objetivo de concretar una idea: tomar el concepto oriental y llevarlo hasta el contexto cultural cubano, hasta provocar con el encuentro de ambos un efecto sincrético. “Es muy complejo recrear lo que ocurre en la mente de una persona en su viaje espiritual”, confesó Reinoso.
En esta su tercera pieza para Acosta Danza, en el contacto con bailarines de ballet, se ha producido un cambio evidente en su poética, comparada con los postulados técnicos y estéticos de “Anadromous” y el dúo “Nosotros”. La formación de Reinoso, en tanto que bailarín, proviene de la danza contemporánea: estudió en la Escuela nacional de arte (2005), luego integró (en 2009) el cuerpo de baile de Danza Contemporánea de Cuba, bajo la dirección de Miguel Iglesias y los aportes del coreógrafo Jorge Abril. Actualmente, Reinoso muestra una clara inclinación por las líneas clásicas, por las posiciones académicas y ha sido un elemento positivo en el montaje la eficaz participación de la ballet mistress Clotilde Peón.
El elemento musical adquiere aquí suma importancia, en su objetivo por conseguir una coherencia necesaria en la producción de esta compleja puesta en escena. Diez bailarines en busca de una identidad cultural, a la vez dinámica, creativa y espiritual, a partir de “las dinámicas estructurales fragmentadas”. Esto se ha logrado merced al trabajo conjunto del compositor con el coreógrafo. Ciertamente, ambos han crecido artísticamente durante el proceso de composición de la obra.
Sin duda existe un gran componente de música electrónica, empero no es menos cierto que también aparece con fuerza la música acústica, folclórica.
Cuando se califica a un coreógrafo de musical, parece ser una obviedad o una redundancia. Pero no es así, resulta también –a veces- que la música tiene más que decir que la coreografía. Así surge una aparente contradicción. Entonces, el compositor despeja las incógnitas: la misma naturaleza de la coreografía, que posee varias partes con distintas dramaturgias y mensajes, ha hecho abordar el material compositivo como si fuera una pieza sinfónica.
Los conceptos humanistas que contiene “Satori” lo indujeron a acudir a la voz humana, para ello se ha valido del excelente coro Schola Cantorum Coralina. “El resultado final es como una sinfonía”, apuntó. La música que invadió la sala es muy dramática, imponente y sensible, en suma, la “comprensión” en el budismo zen.
Un notable trabajo coral por parte de diez afiatados bailarines seleccionados por el creador, aunque se destacan las prestaciones puntuales de algunos de ellos, tales como Zeleidy Crespo, Julio León o Jayron Pérez.
Imposible concluir sin mencionar los meritorios diseños de luces (a veces protagonista), de Pedro Benítez, los variados recursos escenográficos y los figurines de la italiana Fabiana Piccioli.