Un ícono insoslayable. Un referente inevitable de la danza moderna. Un explorador del movimiento. Un buscador de la belleza. Paul Taylor, el único representante vivo de una era que hizo historia en el mundo de la danza internacional, murió el miércoles 29 de agosto, en Manhattan, Nueva York, a causa de una falla renal. Tenía 88 años. Había nacido en Pittsburgh, Pensilvania, en 1930. Comenzó su carrera como nadador, y luego llegó la danza a través de sus estudios en la Juilliard School de Nueva York. Se fue formando en ese mundo devorador y apasionante de la danza moderna de los años ‘50, y a los 23 años empezó a crear sus primeras coreografías.
Fue bailarín solista de las compañías de Merce Cunningham, Martha Graham y de George Balanchine. Su trabajo como coreógrafo y como director de su compañía lo convirtieron en una de las piezas clave en la historia de la danza. Como un orfebre del movimiento fue forjando una forma de respirar y sentir la danza, universal y abarcadora.
Desde el Norte hacia el Sur de las Américas y Europa, desde el Este hacia el Oeste de este mundo cambiante y convulsionado, Paul Taylor fue dejando su huella en los lugares más remotos. Suave, delicado, intenso, acariciante. Con esos ojos azules, tan azules y profundos como el mar, con su sonrisa cálida y envolvente, con su voz pausada y reflexiva, construyó un universo apolíneo donde la belleza, la musicalidad y la armonía se fueron convirtiendo en los ejes fundamentales de su observación corporal de los hechos cotidianos.
Ya en 1954, en Nueva York, dejó la tutela de sus maestros y creó su propia compañía, la Paul Taylor Dance Company (PTDC), una troupe de artistas-bailarines cuya fidelidad se convirtió en una marca registrada. Desde su creación, el ensamble se ha presentado en más de 500 ciudades y representó a los Estados Unidos en 40 países. Y él, “Paul”, siempre allí, en cada detalle, en cada sutileza, en cada respiración. Después llegaron los premios innumerables y también, los Kennedy Honors, uno de los más significativos del país destinado a quienes dejan una impronta irreemplazable en el mundo del arte y la cultura. Los grandes nombres de hoy como David Parsons, Twyla Tharp, Laura Dean, Dan Wagoner, Christopher Gillis, entre otros tantos bailarines y coreógrafos, emergieron de su compañía y hoy, marcan su propio rumbo.
Su observación y percepción sobre el arte lo llevó a indagar en las emociones y los conflictos cotidianos, a través de una danza cargada de virtuosismo. Casi en forma recurrente Taylor confesaba que su experiencia como nadador fue sumamente inspiradora, y que su forma de encarar y concebir sus coreografías se relacionaba con su visión y su experiencia en relación al movimiento de los cuerpos en el agua. Bailó más de 144 ballets, hizo 147 obras como coreógrafo, y en 1993 creó una segunda compañía, Taylor 2, con la intención de ir formando a las nuevas generaciones.
Sus obras, convertidas en verdaderos hitos contemporáneos, forman parte del repertorio del Royal Ballet de Dinamarca, la Compañía Rambert Dance de Londres, el San Francisco Ballet, el Ballet de la ciudad de Miami, entre otras. Su primer trabajo, “Duet” (1957), todo un manifiesto. Allí, el mismísimo Taylor permanecía inmóvil en escena junto a un pianista que tampoco tocaba sobre una partitura de otro de los grandes vanguardistas de la época, John Cage. La obra provocó reacciones, y especialmente la del crítico del “Observer”, Louis Horst, quien osó dejar la página en blanco como una respuesta a ese quiebre de estructuras tradicionales.
Pero sus montajes posteriores fueron encontrando ese estilo y ese rumbo que hizo de su compañía un modelo de musicalidad y lirismo. Y así empezaron a surgir propuestas como “Aureole” (1962), “Airs” (1978) y “Arden Court” (1981). Coreografías con significado y formas propias, con juegos escénicos, con humor, con frescura, con dramatismo y con una mirada incisiva sobre la vida, la condición humana y sus misterios. Un universo plagado de imágenes, de colores, de intensidad.