Sólo muy de vez en cuando la gente de cine muestra interés por el ballet. Aún más raro es que se dedique un largometraje a la biografía de un famoso coreógrafo. “Cranko”, la película dirigida por Joachim A. Lang, protagonizada por Sam Riley y estrenada en Alemania en octubre, es una rara excepción. La cinta narra los últimos doce años de la vida del gran coreógrafo John Cranko, es decir, el periodo que va de 1961 a 1973, en el que fue director del Ballet de Stuttgart y en el que realizó las coreografías que le dieron fama mundial. Desde luego, el propósito de pintar un retrato cinematográfico de esos años en la vida del artista sudafricano establecido en Alemania es una empresa arriesgada y bastante difícil. Por una parte, y al margen de la fantástica explosión de creatividad artística que fue la colaboración de Cranko con el Ballet de Stuttgart, la vida del coreógrafo en ese tiempo no fue especialmente novelesca: fueron años de exuberante inspiración y de intenso trabajo artístico, en los que por supuesto no faltaron conflictos, tensiones, decepciones, etc., pero en los que no hay acontecimientos espectaculares, como no sea su rapidísimo ascenso al Olimpo del ballet clásico. Así pues, el material biográfico disponible no es el más apto para el cine. Por otra parte, comprimir en 133 minutos de película más de una década de incesantes y complejísimos procesos creativos es una tarea prácticamente imposible.
Teniendo en cuenta estos factores no es extraño que “Cranko” se quede en intento fallido. El primer elemento que falla es el guión y lo hace por partida doble. En primer lugar Joachim A. Lang, a la vez director y guionista, no es capaz de trazar una línea narrativa clara y bien centrada. Quiere contarlo todo y acaba por contar muy poco, sin llegar a profundizar en la labor artística de Cranko, ni en su vida privada, ni en sus conflictos psicológicos. De todo ello se nos dice algo, pero de nada se dice lo suficiente. A esta fundamental debilidad del guión se suman unos diálogos artificiales y muy poco verosímiles. Este mismo guión tiene otra faceta problemática. Según el escritor Thomas Aders, la película de Joachim A. Lang sería alo así como un plagio de su novela biográfica titulada “Seelentanz” (Danza del alma), afirmación que Joachim A. Lang niega, aduciendo que las semejanzas se deben a que ambos se documentaron en las mismas fuentes para realizar sus respectivas versiones de la vida de Cranko.
En cuanto al contenido en sí del largometraje, el primer problema es la indecisión que ya señalábamos en el guión. Si lo que aquí interesa es Cranko como artista, no hace falta poner énfasis en su homosexualidad e insistir en ella escenificando anécdotas reales, pero también muy banales, superfluas y, por qué no decirlo, gratuitamente indiscretas. Sin duda Cranko fue un hombre de enorme sensibilidad, pero presentarlo llorando continuamente y por cualquier trivialidad lo convierte en una figura bastante ridícula. Sus conflictos psicológicos, que lo llevaron hasta intentar el suicidio, no alcanzan en la película la hondura que los haría creíbles. La evolución de Cranko como coreógrafo es una faceta del personaje que a este guión parece quedarle grande: el espectador que no esté muy familiarizado con su obra coreográfica saldrá confundido y lleno de ideas falsas, tal vez incluso con muchas más perplejidades que certezas. No es nada fácil plasmar en cine la actividad creativa de un artista como Cranko. A pesar de algunos recursos ingeniosos (por ejemplo las coreografías que Cranko imagina aparecen reflejadas en sus ojos o danzadas en un lugar cualquiera, en el que se encuentra el protagonista en el instante de sentirse inspirado), el proceso creativo no es captado de modo satisfactorio. A ello contribuye la imagen edulcorada, casi idílica, que la película da de los ensayos, incluso en los momentos conflictivos, algo inverosímil para cualquiera que conozca el trabajo en la sala de ballet.
Pero quizá lo más decepcionante en este largometraje es el mezquino minutaje que se dedica al ballet propiamente dicho. Un espectador que no conozca la obra de Cranko se irá del cine sin tener una idea siquiera aproximada de cómo son sus ballets. Las secuencias de danza son muy breves, tanto que prácticamente no puede llegar a apreciarse ni una frase coreográfica entera. El encuadre es mayoritariamente defectuoso, fijado en partes del cuerpo, en los rostros de los bailarines (con mímica facial claramente sobreactuada), dando muy raramente una imagen completa del bailarín en movimiento.
Tampoco la perspectiva ayuda: demasiado a menudo las escenas de danza están filmadas desde atrás del escenario, con los focos contra la cámara, de modo que, si por una parte se tiene la sensación de compartir el punto de vista “íntimo” que se tiene desde las bambalinas, por otra se pierde totalmente el sentido del ballet, concebido para ser visto por el público desde la sala. Por lo demás, la fotografía es de muy buena calidad, incluso excelente, si bien resulta demasiado “publicitaria”.
La película fue rodada en la Ópera de Stuttgart, en los jardines que la rodean y en otros “escenarios naturales” de la vida de Cranko. Todos ellos están muy bien fotografiados, incluso demasiado bien, pues todo es muy estético y espectacular y los lugares filmados resultan bastante más bellos de lo que son en la realidad. En algunos momentos pareciera que la biografía de Cranko no es más que un pretexto para hacer publicidad de la Ópera de Stuttgart y su compañía de ballet. En otros, en cambio, nos parece estar viendo una vieja película pseudobiográfica de Hollywood, como “El fabuloso Andersen”, “El gran vals” o “El maravilloso mundo de los hermanos Grimm”. Tal es el caso del episodio en el que Cranko explica a su escenógrafo Jürgen Rose cómo ha de ser la muerte de Mercutio en “Romeo y Julieta”, una escena muy espectacular tanto por su localización (un suntuoso salón de la Ópera de Stuttgart), como por la actuación de bailarines solistas y del cuerpo de baile (todos enfundados en los trajes que imagina Rose) y por el movimiento de la cámara. Quien no conozca esta coreografía no entenderá gran cosa de lo que aquí explica Cranko, pero quedará deslumbrado por las imágenes y la música.
Sam Riley, en el papel de John Cranko, demuestra ser un actor estupendo y muy dúctil. Ahora bien ¿es Cranko ese personaje bonachón y llorón que nos muestra Joachim A. Lang? Cuesta creerlo. No conocí personalmente a Cranko, pero sí a gente que trabajó con él y no tengo la sensación de que el Cranko de la película coincida demasiado con el Cranko del que oí hablar a quienes lo trataron. Lo mismo sucede con las demás figuras. Los bailarines son interpretados por los actuales miembros del Ballet de Stuttgart. Personalidades como Richard Cragun, Birgit Keil o Reid Anderson apenas son esbozadas sumariamente. Solamente Marcia Haydée, Ray Barra y Heinz Clauss alcanzan un cierto relieve. Pero también aquí la imagen que se ofrece de ellos resulta poco convincente. A la Marcia que encarna Elisa Badenes le falta el carisma de la que fue musa de Cranko. A Ray Barra, el bailarín que creó el personaje de “Onegin” en la obra maestra del coreógrafo, lo conocí personalmente muchos años más tarde y debo decir que me resulta imposible hallar algo de él en el personaje interpretado por Jason Reilly, lo cual no puede explicarse sólo por el tiempo transcurrido. No sé si la imagen que se da aquí de otro personaje clave en la trayectoria de Cranko, su protector y director de la ópera de Stuttgart Erich Schäffer, es históricamente correcta, pero en todo caso la interpretación que de él hace Hanns Zischler es uno de los mejores aspectos del largometraje.
Sería injusto negar a esta película uno de los mayores méritos a los que puede aspirar una obra cinematográfica y que ésta, sin ninguna duda, tiene: es divertida. Quien conozca un poco el mundo del ballet y, sobre todo, coreografías de Cranko como “Onegin” o “Romeo y Julieta”, no se aburrirá. Y puesto que el relato resulta algo confuso, antes de ir al cine no estaría de más consultar la biografía de John Cranko en la Wikipedia…