Una trama donde se funden la pasión y el conflicto moral. Una historia que transita entre Eros y Tánatos, en la que sus personajes se debaten entre el deber y el ser. “Anna Karenina”, de León Tolstoi, publicada en forma de libro en 1878, no sólo es una obra insoslayable de la literatura universal, sino que trasciende su época y abre paso a una diversidad de interpretaciones.
El Joffrey Ballet llevó al Opera House del Kennedy Center, del 5 al 9 de abril, una nueva versión creada por el talentoso coreógrafo ucraniano Yuri Possokhov, premio Benois de la danza 2019. Ya en los años ’70 la inolvidable Maya Plisetskaya recreó para el Bolshoi Ballet y luego para el cine esta conmovedora obra con música compuesta por su esposo, Rodion Shchedrin. Tras su magnífica versión, siguieron varias propuestas tanto clásicas como contemporáneas a través de la mirada de coreógrafos como Boris Eifman, Jochen Ulrich, Alexei Ratmansky y Christian Spuck.
“Anna Karenina” es de esas obras que desnuda la condición humana y se instala en el alma para siempre. Y en esta puesta, el autor del libreto, Valeriy Pecheykin, muestra con claridad esos dos mundos de la vida y de la muerte, de la integración social y la marginalidad, del amor y el desamor. Aspectos que se plasman en la magnífica escenografía de Tom Pye, que también es responsable de un vestuario estupendo que a su vez refleja la dicotomía de la obra y de sus personajes.
Anna Karenina, una mujer casada que despierta al amor y a la pasión a partir de su encuentro con el conde Alexey Vronsky, es capaz de romper con las convenciones morales y sociales de la época, y lo arriesga todo por un amor prohibido. Un amor que escandaliza a los círculos sociales de San Petersburgo y obliga a los amantes a huir a Italia en busca de una felicidad que nunca llega y se desmorona cada vez más hasta el final. Y en medio de ellos, los trenes que van y vienen transformando la vida de la sociedad. Un elemento clave tanto en la novela de Tolstoi como en esta versión estrenada por el Joffrey Ballet en 2019.
El compositor Ilya Demutsky logra capturar en su partitura las más delicadas, íntimas y desgarradoras situaciones, y a su vez, los magnificentes espacios de la corte imperial. Parecería, incluso, que su música se cuela por los espacios secretos de la conciencia de cada uno de los protagonistas. Excelente trabajo el de la orquesta dirigida por Scott Speck y de las cantantes Lindsay Metzger y Jennifer Kosharsky.
Como una filigrana, Possokhov ha delineado cada detalle de esta puesta y abrie paso a elementos de gran valor simbólico. La iluminación de David Finn va pintando con avezado pincel, escenas y situaciones. Los diferentes módulos de Pye para dividir escenas y lugares, no solo muestran ambientes, también sugieren estados de ánimo escondidos en el interior de los protagonistas. Y las proyecciones de Finn Ross permiten transitar tiempos y espacios diferentes, imaginar, recordar, sentir. Ross superpone con ingenio y delicadeza los múltiples planos de la historia.
Amanda Assucena como Anna Karenina logra momentos interesantes, especialmente en las devastadoras escenas finales. Edson Barbosa interpreta con acierto y sutileza a Alexey Karenin. Sus solos, sus dúos y tríos con Anna y con Vronsky son de gran intensidad. José Pablo Castro Cuevas compone un Vronsky frío y distante, como un león agazapado en busca de su presa. Yumi Kanazawa es una encantadora princesa Kitty, y encarna la contracara del dramatismo y la tragedia de Anna. Konstatin Levin, bailado por Xavier Núñez, puso la frescura del amor a su personaje.
En esta magnífica diversidad étnica de bailarines de distintos orígenes y formaciones, el Joffrey gana la partida. Una compañía sólida, compacta, sensible que, como siempre, apuntó a ensamblar técnica e interpretación. Y esta vez se lanzó con otra de sus consabidas audacias: una puesta deslumbrante y moderna por donde se la mire, y un clásico emblemático de la literatura universal.