Después de una década como residente en Londres, en tanto que solista de la afamada compañía británica Rambert, el joven bailarín y coreógrafo cubano Miguel Altunaga (34) retorna al redil de la que otrora fuera su primer cuerpo de baile durante 7 años. Ahora, en calidad de coreógrafo invitado por el director de Danza Contemporánea de Cuba (DCC) Miguel Iglesias, para crear una obra que ya comenzó a formar parte de su repertorio activo.
“Más allá del polvo” fue el estreno mundial de Altunaga bailado fervorosamente por la joven generación de bailarines de DCC en el vasto escenario de la Sala García Lorca del espléndido Gran Teatro de La Habana Alicia Alonso, como cierre de este programa, que incluyó la reposición de “Equilux”, de la coreógrafa escocesa Fleur Darkin (obra producida con el auspicio del British Council).
Altunaga, lógicamente, se aprovecha de la “fisicalidad” y destreza técnica de bailarines dispuestos a la entrega febril de sus interpretaciones respectivas, a veces con un exceso más allá del requerido, donde la madurez artística le pondrá bridas. El propio creador les ha sugerido que del 80 por ciento se reserven un 20 de esas desbordadas energías.
Esta pieza es producto de las añoranzas de este artista emigrado, a espacios foráneos, donde pudiera satisfacer sus ansias de afrontar nuevos horizontes creativos; de retroalimentarse con otras tendencias estéticas que dominan la escena global actual. Sin embargo, no por ello se ha dejado asimilar por un esnobismo a ultranza. Altunaga se ha mantenido fiel a su legado cultural ante los nuevos retos que aguzaron sus sensibilidades.
Si bien estamos en presencia de un trabajo coral minimalista, sin una historia lineal, también nos sacude con introducciones metafóricas del día a día de “lo cubano”, que a veces por la estructura de ciertos conjuntos sucumben en la subliminal etiqueta del patriotismo –en el mejor sentido de la palabra–. Por ejemplo, antes que abra el telón de boca, uno de los bailarines solistas (Norge Cedeño) sale del foso de la orquesta portando un megáfono para emitir órdenes figuradas a los “otros”.
El autor, en una entrevista concedida a los medios, revela su desiderata: “que el público se sumerja en esta atmósfera, que conecte con su propia individualidad, se conecte con su propia experiencia. (…) se sumerja a través de la energía que la obra le regala”.
El éxito de este nuevo título para el repertorio activo de DCC se apoya en el notable diseño de luces –casi un protagonista– de Fernando Alonso, que delinea los contornos de los espléndidos cuerpos de los danzantes; la música popular cubana bailable, de ayer y de hoy, ensamblados en un inteligente collage que incluye ritmos soneros de la célebre orquesta Los Van Van de Juan Formell; o las notas líricas del icónico pianista-compositor Ernesto Lecuona, intercalados con música electrónica del compositor iraní Pouya Ehrsael. Sin excluir los sabios figurines del vestuario diseñado por el experimentado Vladimir Cuenca: cuerpos enfundados en unitardos blancos con manchas y rodilleras negras (las mujeres con piernas desnudas), evitando accidentes en giros hip hop.
El espectáculo comenzó con la obra de Darkin “Équilux”: sinónimo de vida en su fundamento primario, como de un éxtasis que, al decir de la coreógrafa, está vinculado a “un equinoccio donde coexiste la luz y la sombra”.
La creadora escocesa se vale de los bien entrenados bailarines a su disposición para elaborar unos extraños diseños corporales y espaciales en “terre á terre”, que nos transmiten sensaciones dramáticas “psico” artísticas, a partir de las dinámicas provocadas por la excelente música de Torben Sylvest, la cual contribuye a vigorizar estas danzas, a ratos violentas o lánguidas, siempre con los bríos instrumentados con precisión. Igualmente señalaremos en valioso aporte de las luces creadas por Emma Jones, las cuales ahora lograron sus propósitos originales y pudimos apreciar mejor la danza ejecutada por el cuerpo de baile mixto de DCC.