El American Ballet Theatre (ABT) regresó al Kennedy Center de Washington DC con dos programas diferentes. El 30 y 31 de enero, la compañía dirigida por Kevin McKenzie, llegó al escenario del Opera House con un programa mixto integrado por obras de Alexei Ratmansky (coreógrafo en residencia), Jerome Robbins, Benjamin Millepied y Christopher Wheeldon. Del 1 al 4 de febrero, el ABT trajo un divertimento fresco, bello y atractivo: “Whipped Cream”, una recreación de “Schlagobers”, obra estrenada en Viena en 1924 con coreografía de Henrich Kröller. Esta pieza de Ratmansky, tuvo su premier en 2017, en Costa Mesa, California, con Daniil Simkin, Stella abrera, David Hallberg y Sarah Lane en los protagónicos.
La primera noche del ABT en DC abrió con “Serenade after Plato’s Symposium”, de Ratmansky. Una obra que intenta deshilar una dialéctica tan particular como la planteada por Platón en “El banquete”, donde los diálogos se enriquecen y juegan una constante pulseada con las ideas. Aquí, Ratmansky logra ese mismo ir y venir de las reflexiones de los comensales propuestos por el filósofo griego, hasta que finalmente llega el turno de Sócrates para llegar a la síntesis inevitable. Jeffery Cirio (con una brillante interpretación), Alexandre Hammoudi, Blaine Hoven, Calvin Royal (un bailarín interesante cuya danza impacta y atrae), Gabe Stone Shayer, Daniil Simkin yJames Whiteside, dialogan sobre el amor, la belleza, la verdad, hasta que en el final, aparece la encarnación perfecta de la belleza del amor a través de DevonTeuscher.
“Other Dances”, de Robbins, estrenada en 1976 por Natalia Makarova y Mikhail Baryshnikov, con música de Frederic Chopin, es uno de los más bellos pas de deux del repertorio neoclásico. Interpretada con corrección por Isabella Boylston y Cory Stearns, esta pieza careció de la pasión e intensidad que la hacen sublime desde todo punto de vista.
Con el escenario desnudo, el esqueleto de las torres de luz, las patas de las bambalinas y las paredes del fondo se convierten en parte de una escenografía donde bailarines y técnicos caminan por esos espacios de luces y sombras. “I Feel the Earth Move”, de Millepied, incorpora palabras en la música y música en las palabras a través de una partitura del inefable e incomparable Philip Glass. Mientras, los bailarines van desplegando movimientos que combinan contact, con neoclásico y contemporáneo, carreras, saltos, giros, a través de una sucesión de tríos, dúos, cuartetos y escenas de conjunto. No obstante, la obra parece vacía, con bailarines, también vacíos, sin nada que decir. Sólo esa magia natural de Herman Cornejo despierta el interés por ver, al fin, danza de verdad. Su presencia en escena, sus saltos, sus giros, ponen a la audiencia frente a uno de los grandes bailarines de este siglo, capaz de recomponer una obra que se desvanece.
Para el final de este primer programa: “Thirteen Diversions”, de Wheeldon, con música de Benjamin Britten. La obra reúne cuatro parejas de bailarines, con un criterio minimalista y dinámico, que muestra una sólida estructura coreográfica que permite ver un cuerpo de baile atractivo y enérgico.
Un cuento de golosinas
“Whipped Cream”, un “dulce” divertimento creado por Ratmansky especialmente para los niños, no deja de encantar también a los adultos por su frescura, sus toques de humor y por los bellos diseños de vestuario y escenografía de Mark Ryden, y la iluminación de Brad Fields. A eso se suma la incorporación de muñecos encarnados por bailarines. Todo es gigante en esta puesta, menos la danza.
Con música y libreto de Richard Strauss, la propuesta coreográfica es simple, directa, pero no tan deslumbrante como los trajes y el despliegue escénico. Desde arqueros de mazapán a un príncipe café, una princesa de praliné y pequeñas cup cakes (interpretadas por graciosos y encantadores niños), a los que se suman una princesa de flor de té, un príncipe cacao, y copos de crema. Más personajes se integran como parte de esta tienda de repleta de golosinas que forman este enorme mundo de los dulces.
Pero la obra se queda sólo en ese gigantesco despliegue escénico, con buenos bailarines, una coreografía simple, y un argumento, también simple. Un niño que llega a una tienda de golosinas, come todo lo que puede, y termina en el hospital con una indigestión. En la segunda parte, llega el aspecto sombrío de la historia: el hospital, un médico alcohólico, enfermeras siniestras que le apuntan con enormes jeringas, y un escape inevitable. Otra vez, al mundo de los dulces. Solo eso.