Desde el inmenso ventanal por donde miro el pálido sol del invierno en Washington, DC, escucho el sonido de un ciber-mensaje que llega a mi teléfono. Remitente, viejo término aun irremplazable: María Comesaña, mi amiga del alma, actriz multi-premiada, con quien hemos pasado horas hablando de teatro, de la vida, del amor, del dolor y la miseria. El texto queda fijo en la pantalla. Lo leo. “A Kive lo nombran personalidad destacada de la ciudad de Buenos Aires este miércoles 21 de diciembre en el Teatro Colón”, decía.
De repente, y casi sin darme cuenta, se abalanzaron sobre mí esas vivencias que me acompañaron y me acompañan y que, de alguna manera, me permitieron ser lo que soy hoy. Kive Staiff es, quizás, el tercero en la lista de los responsables. Los primeros, fueron mis padres que, casi por ósmosis, me transmitieron esa pasión por el teatro, por la danza, por la música y por el arte, hasta que se convirtió en la esencia de mi vida.
Entre la dictadura y la democracia, entre la esperanza y la desesperanza, en un país que siempre estuvo dividido por antinomias y antagonismos, por el miedo y por los actos heroicos, Kive fue aquel Quijote que salió a pelear contra esos molinos de viento en medio de una sociedad siempre dividida.
Primero fue Caminito, y una década después, en 1971, el Teatro San Martín. En la primera temporada se lanzó con la versión de Arthur Miller de “Un Enemigo del Pueblo”, de Henrik Ibsen. Una osadía impensable en pleno gobierno militar. Después se animó con “Las Troyanas”, de Eurípides, en la versión de Jean Paul Sartre, y más tarde, con “El círculo de tiza caucasiano”, de Bertolt Brecht. Y de pronto, los clásicos argentinos: “Stefano”, de Armando Discépolo, “He visto a Dios”, de Defilipis Novoa, y más, mucho más… Imágenes y voces que me golpean el corazón y la memoria.
Crecí con ese teatro, con esos actores que solo Kive era capaz de convocar, y desde Santa Fe, ciudad en la que viví por casi 20 años, mis ojos adolescentes no sabían nada de ese señor Staiff que dirigía el teatro San Martín. Solo sabían de las nuevas puestas de ese teatro y de la ansiedad por tomar un autobús para llegar a Buenos Aires a ver, en un solo día, teatro, títeres, música y danza.
Era sentir que la vida era algo más que ir a la escuela y sacar buenas notas; era algo más que hacer planes para “cuando seas grande”; era meterse en ese mundo mágico en el que los hombres quedaban al desnudo, donde la justicia y la injusticia tenían recompensas diferentes.
Kive fue el único director que logró manejar con sutileza a los gremios incontrolables, el único que logró quebrar las huelgas recurrentes de un país que vive de la protesta. Fue también, el único director del Teatro San Martín que armó un elenco estable con los mejores, y lo hizo salir de gira por el mundo. Y así llevó la danza y el teatro de una Argentina de la que podíamos estar orgullosos, y de la que ahora, solo queda el recuerdo.
Kive refundó el Ballet Contemporáneo, en sus comienzos dirigido por Ana María Stekelman, luego por Oscar Araiz, y en los ’90, por Mauricio Wainrot. Bajo la mirada de Kive, la compañía, ahora en manos de Andrea Chinetti, se convirtió en una de las más importantes de América latina. Cuántas veces, ya en los Estados Unidos, he extrañado la calidad y el alma de aquellos bailarines, esas coreografías cargadas de creatividad como las que vi innumerables veces en ese teatro que era la cita obligada en la calle Corrientes de Buenos Aires.
Allí, al San Martín, de la mano de Kive, llegaron la coreógrafa Piña Bausch y el director polaco Tadeusz Kantor, el italiano Dario Fo y Vittorio Gassman. El mundo entero estaba convocado en ese espacio donde todo era posible. Fue el eje de la cultura de Buenos Aires, y un millón de espectadores llenaba las salas en la década del ’80. Con crisis y sin crisis, la gente iba al teatro como un rito. Casi 30 años, con interrupciones, transformaron la vida de varias generaciones.
Hoy, acosados por esta oscuridad mediática, por los brillos y la banalidad de la televisión que dictamina las leyes de la cultura, solo quedan los sobrevivientes de este “Farenhetih 451″ que Ray Bradbury describió en su novela en los años ’60 y que François Truffaut plasmó en su film de 1966. Aquellos años gloriosos en los que los actores eran actores solo cuando pasaban por el San Martín de Kive Staiff, aun persisten en la memoria de los que transitaron por ese embrujo…
En un aplauso interminable, en el Salón Dorado del Teatro Colón -donde Kive también dejó su marca-, aquellos que bebieron esa pasión que sembró este Quijote del siglo XX, estuvieron allí para poder escuchar su voz pausada diciendo: “Abracémonos todos y sigamos adelante”.