De los grandes ballets argumentales que forman el repertorio clásico y neoclásico, “La bayadera” es quizás el más complejo, tanto por su estructura y por la complicada historia de la transmisión de su coreografía y partitura, como por las exigencias que plantea no sólo a la primera bailarina (que al mismo tiempo debe ser lírica y dramática), sino también al cuerpo de baile. Es un ballet arriesgado, pues tolera las medias tintas menos que ningún otro. Si la puesta en escena y, sobre todo, la interpretación son buenas (es difícil que ésta sólo sea „buena“; la mayor parte de las veces o es excelente, o no es nada…), es una obra maestra que proporciona inmensos placeres al espectador. Si, en cambio, no alcanza un nivel muy alto, puede convertirse fácilmente en inverosímil y bastante aburrida. Quienes llevan el peso de la función son la primera bailarina y el cuerpo de baile. Un Solor o una Gamzatti mediocres son un déficit lamentable, pero soportable. Una Nikia de cualidades medianas es, en cambio, poco menos que un desastre. Y algo parecido ocurre con el cuerpo de baile…
Desde hace 18 años “La bayadera” forma parte del repertorio del Ballet de Baviera. La puesta en escena de Patrice Bart acusa ya el paso de los años y pide ser relevada por otra más clásica y atemporal. En su momento fue un hito en el ámbito del ballet de los países de habla alemana, en los que por primera vez se representaba esta obra maestra, apenas conocida fuera de Rusia antes de que en la década de 1980 Natalia Makarova y Rudolph Nureyev la llevaran respectivamente a Londres y a París.
La bayadera de Múnich resulta problemática especialmente en los números coreografiados por Patrice Bart, que estilística y cualitativamente contrastan demasiado con el núcleo de Marius Petipa, lo que hace que en algunos momentos esta producción adolezca de ciertas asimetrías y rupturas incómodas para los bailarines y desconcertantes para el público. En nuestros días, después de que “La bayadera” haya entrado en las últimas décadas a formar parte del repertorio de incontables compañías (desde Austria hasta el Perú pasando por el Japón), el Ballet de Baviera necesita urgentemente una producción nueva de esta pieza, que es ya una de las tres o cuatro más arraigadas en la compañía, que forma parte de su tradición y que es enormemente apreciada por su público.
Una nueva mirada
Durante la dirección de Ivan Liska, el cultivo del ballet clásico sufrió un deterioro cada vez mayor que perjudicó muchísimo el nivel interpretativo. Con la llegada a la dirección de Igor Zelensky hace dos meses se ha iniciado un proceso de recuperación de la calidad. En las funciones de “La bayadera” que se realizaron del 16 y 19 de octubre, se advierten claras mejoras en el cuerpo de baile, si bien, como es natural, aún queda mucho por hacer antes de que se alcance un nivel aceptable para una compañía de rango internacional. En todo caso, bajo esta nueva dirección, la compañía parece muy bien encaminada.
Hasta ahora el mayor logro apreciable de Igor Zelensky es haber traído a Múnich a una primera bailarina realmente excepcional: Maria Shirinkina. Todo lo que se diga de la Nikia que bailó el 16 de octubre es poco, toda descripción resulta pálida; para apreciar su arte hay que verla bailar y actuar. Shirinkina posee un port de bras de belleza singular, típicamente petersburgués, y una técnica impecable. Su versatilidad dramática impresiona desde su primera aparición. El personaje aparece en principio hierático y envuelto en el misterio; las situaciones a las que debe enfrentarse (la declaración de amor del Brahmán, el juramento de amor de Solor, el enfrentamiento con Gamzatti), permiten a Shirinkina separarse poco a poco de esta apariencia enigmática y desplegar una gama de finos matices psicológicos que se suceden de manera raramente verosímil y con gran fuerza emotiva.
En la interpretación de esta bailarina lo dramático, la musicalidad (inmensa) y la danza pura forman una unidad indisoluble. Con gran elegancia formal, Shirinkina consigue crear una tensión melódico-dramática de tal belleza e intensidad que capta la atención del espectador como lo haría una novela de esas que no se pueden dejar de leer hasta llegar a la última página. En la escena del lamento de Nikia, el dolor, el patetismo están llenos de dignidad y autenticidad. Inmediatamente sigue la danza con el cesto de flores; aquí la danza de Shirinkina es pura melodía, grácil, entusiasta, ingenua, elegantísima. La muerte de Nikia es uno de los puntos culminantes de esa tensión. En el acto de las sombras la interpretación que Shirinkina ofrece del espectro de Nikia es un modelo de perfección clásica y de nobleza. En resumen, Maria Shirinkina conoce el secreto para seducir al espectador y convertir a sus ojos en prisioneros de su danza.
Junto a ella, su marido, Vladimir Shklyarov, en el papel de Solor. También aquí se ve a un bailarín de enormes cualidades. Desde luego, la coreografía no le da tantas ocasiones de lucimiento como a su compañera, pero las que tiene sabe aprovecharlas al máximo. Lo más llamativo en Shklyarov es una mezcla de energía desbordante (pero nunca desbordada, sino siempre muy bien dosificada), rigor clásico y estupendo virtuosismo coreográfico. En la pantomima se muestra noble y temperamental. En la danza, la coreografía no le da a Solor demasiada variedad de pasos: jeté, tour en l’air, pirueta, manège y no mucho más. De este limitado repertorio Shklyarov hace un espectáculo brillante por su precisión y eufórico por su arrojo.
Como Gamzatti, Tatiana Tiliguzova cumple con su papel sin más, resultando algo pálida y poco musical. Lo mismo puede decirse del ídolo de oro de Jonah Cook, quien en la función del 19 de octubre simplificó notablemente el final de su variación, seguramente para evitar las dificultades surgidas en su ejecución del día 16. En los démi solos, en general bien interpretados, sobresalen Anna Nevzorova en el paso a seis del Gran Paso del segundo acto, y Elizaveta Kruteleva, en el paso a cuatro del mismo acto. En el tercer acto (cto de las sombras), se destacan nuevamente Elizaveta Kruteleva (segunda sombra) y Luiza Bernardes Bertho (tercera sombra) en la función del día16, mientras Mai Kono (primera sombra) se queda algo corta.
La interpretación que la Orquesta del Estado de Baviera, bajo la dirección de Michael Schmidtsdorff, hace de la partitura de Ludwig Minkus es simplemente vergonzosa. Parece mentira que músicos no solamente profesionales, sino también miembros de una orquesta de fama, sean capaces de cometer un cúmulo tan grande de errores en todos los ámbitos (entradas falsas, notas equivocadas, entonación pésima, y más) y sobre todo demostrar tal desidia y falta de interés en ofrecer una interpretación mínimamente aceptable: un insulto al público y a los bailarines. Cualquier orquesta de aficionados, de las varias que hay en Múnich, habría podido hacer un trabajo mucho más digno. A decir verdad, en la función del 19 de octubre la orquesta mejoró y alcanzó el mínimo de calidad imprescindible, pero sin ir más allá… En todo caso la mejoría, sin ser suficiente, se notó.
Segunda vuelta
Quien superó ampliamente el mínimo de las exigencias en esta representación del día 19, fue Ivy Amista, en el papel de Gamzatti, sin duda lo mejor de la velada. En todo momento se mostró segura y resolvió brillantemente las muy difíciles y bastante ingratas variaciones que Patrice Bart creó para su personaje. Dramáticamente estuvo a la altura de su papel, que supo configurar con expresividad, temperamento y verosimilutid. A su lado, Sergei Polunin fue un Solor muy musical, noble en la expresión, correctísimo en la técnica y muy poco dado a virtuosismos superfluos. Pero sobre todo, impresionó favorablemente como un atento y competente acompañante tanto de Ivy Amista como de Ksenia Ryshkova, en el papel protagonista. La Nikia de esta bailarina decepciona, y ello por muchos motivos. Por una parte, los movimientos de Ryshkova resultan a menudo amanerados. El port de bras, por ejemplo, está falto de naturalidad; es como si su centro de gravedad se hallara, de modo demasiado visible, desplazado a los omóplatos y los hombros y como si los brazos actuaran sólo como apéndices de aquéllos. La pantomima es convencional, inverosímil, más actuada que sentida. La danza con el cesto de flores está erróneamente con figurada desde el primer paso: los movimientos de Ryshkova son angulosos, cortantes, casi marciales, muestran una cierta agresividad y nada de la alegría amorosa y del placer puro de la danza que deberían hacer visible.
En el acto de las sombras cada paso parece pensado y ejecutado según un plan previsto, pero sin la fluidez necesaria. En general, el punto más débil es falta de fluidez melódica y de tensión musical a lo largo de toda la interpretación, así como la ausencia de todo concepto en la preparación del papel desde el punto de vista dramático: no hay un discurso dramático-musical, Nikia no aparece por ninguna parte, lo que se ve es una bailarina en una serie de escenas yuxtapuestas y sin verdadero nexo entre sí. Cabe preguntarse por qué se da un papel de tal importancia a una bailarina tan inexperta (tiene apenas veintiún años) y sin dotes excepcionales. En parte compensa este déficit el cuerpo de baile, que hace un buen trabajo y aparece más eficiente y homogéneo que en la función del 16 de octubre.