Con una escenografía deslumbrante y un magnificente vestuario, el Mariinsky Ballet regresó al Opera House del Kennedy Center con una súper producción de “Raymonda”. Este ballet en tres actos y cuatro escenas, con libreto de Lidia Pashkova y Marius Petipa, y coreografía de Petipa revisada en 1948 por Konstantin Sergeiev, es una de las joyas del siglo XIX. La música de Alexander Glazunov, una de las más bellas y sugerentes partituras para ballet, marcó el debut del compositor en este campo.
Estrenado el 19 de enero de 1898 en el teatro Mariinsky de San Petersburgo, el ballet se basa en una leyenda medieval que cuenta la historia de una joven que espera que su prometido, Jean de Brienne, regrese de las cruzadas. Entretanto, un caballero sarraceno intenta conquistarla con joyas y lujos, pero sorpresivamente Jean de Brienne reaparece, se enfrenta con su rival, lo derrota, y comienzan los preparativos para la boda.
Ante una narrativa que promete pasión, drama, violencia e intensidad, el Mariinsky Ballet mostró una puesta, correcta, bella, pero sin ángel, y con ciertas desprolijidades. Algo pocas veces visto en el Mariinsky, al menos, en otros tiempos. Y quizás el desacierto mayor haya sido la elección de la bailarina principal que la noche del estreno cubrió el rol de Raymonda.
A poco de hacer su primera entrada Oxana Skorik (Raymonda), en uno de sus pasos no pudo sostenerse en sus puntas. Pero más allá de ese fallo, quizás lo que más impacte es la falta de emoción. Skorik, quien ascendió hace poco a principal, compuso una gélida Raymonda. Más allá de sus buenas extensiones, la bailarina necesita, quizás, más tiempo para poder plantarse como una verdadera principal. Y quizás más tiempo aún, para sacar afuera a la artista.
Cada una de esas bellas variaciones de Raymonda en las que la música conmueve el alma, fueron simples ejercicios de rutina, ajenos a la Antigua tradición rusa en la que cada personaje, por más mínimo que fuera, encontraba la forma de transmitir emociones. Su Raymonda no lo hizo, tampoco mostró goce al bailar, y mucho menos, sutilezas ni matices en las variaciones.
En algunas escenas grupales, hubo leves errores que pasaron inadvertidos. Guirnaldas que se escapaban de las manos de las bailarinas del cuerpo de baile, y filas desparejas. Algo impensable y nunca visto en otros tiempos en esta compañía.
No obstante, Viktoria Krasnokutskaya, miembro del cuerpo de baile que asumió la primera variación del Sueño, del Acto I, hizo un buen trabajo, atractivo, y fresco. Al igual que la primera solista Sofia Ivanova Skoblikova, cuyo contagioso goce y su musicalidad se aunaron a un buen trabajo técnico en la segunda variación.
Más allá de una narración que por momentos resulta confusa y poco efectiva, el verdadero atractivo de este ballet son las variaciones de Raymonda en el segundo acto, y el despliegue escénico del tercer acto donde aparecen danzas tradicionales, un vestuario deslumbrante y un cuerpo de baile dinámico y atractivo.
Skorik, impecable en su técnica en este final, no encontró la emoción, y tuvo una escasa interacción con su partenaire, Timur Askerov (Jean de Brienne), un bailarín atractivo, dinámico, con buenos saltos, giros prolijos, y gran encanto como intérprete. No obstante, esta “Raymonda”, no ha encontrado aún su duende.