He considerado necesario repetir, como preámbulo a mis comentarios críticos, para una mejor comprensión de los cambios y añadidos realizados por Alicia Alonso a esta producción de la decimonónica pieza “Coppélia”, algunos detalles históricos y creativos en el estilo y la dramaturgia. Ha sido registrado el hecho de que este fue uno de los primeros títulos de importancia que Fernando y Alicia Alonso decidieron incluir en el repertorio de la recién fundada compañía Ballet Alicia Alonso en 1948.
En cambio, se desconoce la fecha exacta en que esta versión coreografiada por la Alonso quedó establecida, pero se intuye por sus resultados de que hubo un concienzudo trabajo de la repositora para entregarnos momentos de virtuosismo técnico sin perder la coherencia narrativa del argumento, asegurándole el rigor necesario a la “danse d´école”, como a las danzas de carácter o démi-charatére.
Según el historiador del BNC, dos fechas del siglo XX marcaron esta puesta en escena balletística: la de 1957, con la propia Alonso en Swanilda y André Eglevsky como Franz (en el Teatro Griego de Los Ángeles), y la posterior revisión en 1976, para una nueva representación por el BNC.
El énfasis de este comentario crítico –y su trascendencia histórica–, está provocado por la insólita y afortunada reaparición sobre el escenario de la Sala Avellaneda del Teatro Nacional de Cuba (sede temporal hasta que concluyan los trabajos de la restauración capital del Gran Teatro de La Habana, en 2015, según los pronósticos avanzados), del emérito bailarín de carácter Adolfo Roval, con una veteranía de bien llevadas 85 primaveras, se metió en la piel y la pasión histriónica del Dr. Coppélius (mago o brujo fabricante de la bipolar muñeca de la trama concebida por Charles Nuitter). Roval formó parte del elenco del Ballet de Cuba en la década del 1950, en años posteriores a los 70 figuró como maitre de ballet principal del BNC, y luego partió al extranjero en diversas misiones pedagógicas, jubilándose recientemente de su cargo en la Cátedra Alicia Alonso de la Universidad Rey Juan Carlos I, en Madrid. Fue una oportunidad única, por iniciativa de la propia Alonso, de que las jóvenes generaciones de bailarines y espectadores observaran “en vivo” a uno de los icónicos intérpretes de este rol.
Sobresaliente fue también la entrega del joven Ernesto Díaz, primer bailarín de carácter, según pudimos constatarlo en la última función programada en el mes de mayo. Un Coppélius matizado, donde lo dibuja errático y a la vez meláncolico, menos surrealista que el de su predecesor de edad canónica.
En cuanto a la joven primera bailarina Amaya Rodríguez, que encarnó esta vez a Swanilda, podemos decir que logró una interpretación “quasi” impecable, de hermosa línea y de técnica segura, que debe madurar la concepción del personaje como “soubrette” al estilo francés (aunque Grettel Morejón, quien alternó el rol, fue más frágil y vulnerable). Su partenaire, Dani Hernández, es un primer bailarín de fuste, elegante y caballeroso en el Franz, pero no perdió la oportunidad de mostrar sus dotes histriónicas en los momentos picarescos, evitando caer en vulgaridades como guiños a sus “fans”.
Aplaudimos la coherencia y sincrónicos desplazamientos del cuerpo de baile, en tan difíciles diseños coreográficos planteados por Saint-Léon, así como su preocupación en las pantomimas. Sin duda sería de agradecer un mayor pulido en las ejecuciones de las danzas de carácter. En este caso, sería razonable invitar a un maestro foráneo experto en mazurkas y czardas. Celebramos también los hermosos decorados y el vestuario diseñado por Ricardo Reymena. Esta vez no hubo orquesta en el foso.