Dos importantes efemérides para la danza en el finalizado 2013, los 65 años de la fundación del Ballet Nacional de Cuba y los 70 años del debut de Alicia Alonso en el rol titular del ballet “Giselle” con el American Ballet en el antiguo Metropolitan neoyorkino en 1943, motivaron a la compañía cubana, razonablemente, a la reposición de su ya célebre versión y producción del ballet decimonónico de Coralli y Perrot (con su inigualable segundo acto, laureado en París en 1966).
Desde que Carlota Grisi estrenara esta paradigmática pieza en 1841, con el Ballet de L´Opéra de París, hasta la archiconocida triunfal sustitución de otra Alicia, la Markova, por la joven cubana Alicia de la Caridad Martínez del Hoyo, bautizada Alonso tras su matrimonio en Estados Unidos con el maestro de maestros, Fernando Alonso (una sensible pérdida para la danza el pasado año), esta obra sobre la leyenda germánica reinterpretada por Heinrich Heine, que se la considera “el compendio y la apoteosis de la danza de toda una época”, ha soportado múltiples alteraciones –para bien o para mal– en su coreografía original, así como sustracciones y adiciones de la música compuesta por Adolphe Adam.
Por varios años, Alicia Alonso se dedicó a repensar y singularizar los valores narrativos, dramáticos y musicales de este ballet, para conseguir una coherencia notable en esta puesta en escena cubana de “Giselle”. En otras ocasiones, he destacado la homogeneidad estilística de las interpretaciones y de los diseños escénicos de los bailables, notoriamente en el fantasmagórico segundo acto, con las impecables maniobras de las wilis, varias veces comparadas con la precisión de las mejores manufacturas de la relojería suiza.
En dos de las cuatro funciones programadas en la Sala Avellaneda del Teatro Nacional de Cuba, fui sorprendido con la respuesta del auditorio, al ovacionar estruendosamente al cuerpo de baile femenino en el segundo acto, durante y al finalizar el espectáculo.
En los roles protagónicos, esta vez, debutaron talentosos jóvenes bailarines, de ambos sexos. Un excelente trabajo desplegado en Giselle por la primera bailarina Amaya Rodríguez, de hermosa línea y brillante técnica en las variaciones y en la temible diagonal del primer acto. No obstante, debo señalar que todavía debe incorporar ciertos matices en la dramaturgia del personaje, para hacerlo más convincente, particularmente en su carácter como campesina, frágil y tímida, y un tanto en la escena de la locura. Estoy seguro que esto vendrá con la maduración ulterior. Su segundo acto se nos mostró muy promisorio.
En esta ocasión su compañero de baile fue otro debutante: Arián Molina, como Albrecht, Duque de Silesia, recientemente promovido al rango de Bailarín Principal, quien demostró fuste técnico y suficiente poder muscular para lograr cargadas sin vacilaciones. Sin embargo, reprocho, igualmente en él, la ausencia de definiciones del perfil de un personaje complejo y contradictorio como Albrecht, a tener en cuenta que aunque se transforme en “falso campesino”, sigue siendo un aristócrata en su mentalidad. También esto será superado en el futuro, cuando pueda foguearse en el rol. (¿cuándo podrá hacerlo nuevamente?).
Otro debutante en el protagónico masculino lo fue Víctor Estévez, joven elegante recién egresado de la Escuela Nacional de Ballet, aupado prematuramente como profesional al rango de Bailarín Principal. Los azares de la vida le proporcionaron la suerte de debutar junto a una sensacional veterana compañera de baile en Giselle, Viengsay Valdés. Hubo una empatía desde el comienzo, con visible colaboración recíproca para entregar, lo más limpias posibles, las ejecuciones de los difíciles “pas de deux”, aunque hubo ciertas fragilidades, allí está el talento a desarrollar.
En la Myrtha, reina de las wilis, vimos dos nuevas encarnaciones del autoritario personaje: Manu Navarro, invitada primera bailarina del Ballet Nacional de Panamá, con rigor en las ejecuciones, saltos, giros y puntas seguros, con la necesidad de una mayor atención en el estilo de los port de bras, de gran beneficio para próximas entregas. Por su parte, la segunda intérprete, debutante en el papel, fue la joven primera solista Estheysis Menéndez, ofreciendo una demostración notable de virtuosismo y lirismo, cual un diamante que requiere de mayor pulimento de sus facetas para brillar al frente de la legión de espíritus vengativos.
El borrón de estos programas lo constituyó la entrega musical. Los bailarines estuvieron sometidos a una desacostumbrada dirección orquestal, con tempos demasiado lentos, según lo habitual, debido a los escasos ensayos con orquesta que precedieron a las funciones, en el caso de tener la batuta una invitada catalana, Helena Bayo, directora de la Orquesta Lírica del Barcelonés, que también motivó algunas cacofonías desde el foso.
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