La coreógrafa cubana Rosario Cárdenas, Premio Nacional de Danza 2013, utiliza de manera desconcertante la compañía que fundara en 1989 –entonces ‘’Danza Combinatoria’’–, para ‘’rendir merecido homenaje a Lydia Cabrera’’ (La Habana, 1899- Miami, 1991), habanera formada en Paris, discípula de Don Fernando Ortiz, y estudiosa de la cultura cubana de raíces africanas, por varias décadas proscripta por el nuevo gobierno de los Castro a raíz de su salida al exilio en 1960.
Como la propia Cárdenas explicó a la prensa, en reunión antes del estreno este mes, que no pretendía con su ’’Tributo a El Monte’’ dar una interpretación lineal de esta conocida obra maestra de Cabrera. ‘’El Monte’’ (de 1954) está considerada por etnólogos y antropólogos como la biblia de las religiones afrocubanas, y por varias décadas no se autorizó una nueva publicación local, hasta finales de los 90 de la pasada centuria, cuando se iniciaba un periodo aperturista en el sector cultural.
El mérito de ‘’El Monte’’, según su autora, radica en que son los mismos negros de Cuba los que lo hicieron. Es un libro desde los mismos negros, dice, quizá allí radica su importancia, la estructura a decir verdad es un poco regada, pero sin dudas es un viaje por las costumbres más arraigadas del pueblo cubano. Sus relatos abordan diversos temas: el origen del universo africano, animales personificados, los dioses africanos y las plantas, su destino y quehacer en la vida.
Cárdenas pasó cuatro años estudiando y madurando esta obra maestra -donde no ha mediado el filtro cientificista-, y también otras de Cabrera, antes de llevar a escena, este, su más reciente proyecto coreográfico.
“He querido –comentó la coreógrafa–, activar varios niveles de percepción con diversos momentos climáticos. El libro es una interpretación poética, desde mi estilo de danza y mi particular mirada, o lectura, de la obra de Lydia”.
Ciertamente, la coreógrafa, tanto como la autora de El Monte, ha luchado constantemente en su concepción, para lograr un discurso ideo-estético muy próximo a las más actuales tendencias posmodernistas, con pinceladas paródicas, lúdicas o desacralizantes-, evitando las miradas clisés o pintoresquistas.
Su vision de lo telúrico –aparecen referencias a la obra plástica de Wifredo Lam-, residen en el empleo de las herramientas que aporta la danza (en la llamada non-danse), al catapultar los cuerpos a situaciones extremas, derribando fronteras, al ‘’escuchar los sonidos que vienen del interior de ese cuerpo danzante’’.
Sin duda, es un gran espectáculo multidisciplinario para toda una noche (una hora treinta minutos), sin interrupción, lo cual resulta un reto para bailarines y espectadores (los locales y los foráneos, hayan leído o no el libro de Cabrera).
Es necesario descifrar y asimilar la avalancha de símbolos, mitos yorubas o bantúes, que desfila ante nuestros cinco sentidos alertas sobre el inmenso escenario del habanero Teatro Mella (con el copatrocinio de la embajada de Noruega para ciertos efectos especiales en la escena de apertura). Meritorio es el diseño de luces concebido por el joven Tony Martínez y la instalación de materiales audiovisuales filmados por el experimentado cineasta Pablo Massip (muy eficaces el teatro de sombras y la imágenes con cuerpos desnudos en medio de la jungla caribeña y sus cañaverales).
El elemento escenográfico único, minimalista, representando una ceiba gigante, árbol sagrado en los rituales de las religiones afrocubanas, dominaba cada momento con su movilidad, elemento vivo en si mismo del que entraban y salían todo ser viviente (instalación geométrica blanca de varios metros de altura y rodante), entre ellos la ‘’serpiente’’, Iroko, su guardiana, y la introducción de sorpresivos actos circenses que interactuaban con los desconcertados ocupantes de la platea, en los minutos finales de este evento teatral.
El diseño del vestuario, por una estilista de moda alemana, Chris-Chris, cumplió su cometido estético, aunque ciertos modelos y sus aditamentos lastraron los movimientos de los bailarines ocasionalmente.
La música original es aquí un protagonista más de la puesta en escena, manipulada en vivo con sus medios electroacústicos por un talentoso joven DJ, Ivan Lejardi, a partir de ciertas pautas compositivas elaboradas por el destacado compositor Juan Pinera, la cual fue abrupta e inteligentemente contaminada por el grupo de rap fuera de norma, con un texto provocador y emotivo que rendía homenaje, explícitamente, a Lydia Cabrera.
Seguramente, Rosario Cárdenas, que cuenta en su haber profesional unas 90 coreógrafas –algunas de ellas con sobrantes méritos para integrar repertorios antológicos de importantes conjuntos de danza–, posee una sólida formación, iniciada como discípula del fundador de la danza moderna en cubana, Ramiro Guerra (es evidente su impronta en varias secuencias de este ‘’tributo’’), decantará ciertas reiteraciones y otros elementos excesivos en futuras representaciones.
El elemento fundamental de esta notable puesta en escena, es decir la participación interpretativa de la docena de danzantes-actores (incluso los raperos sin previa formación dancística), del conjunto de Cárdenas. Antes que todo, debo destacar dos intérpretes femeninos que llevan varios años con Cardenas, Jakelín Balladares y Karen Ortiz, así como al bailarín Gabriel Corrales, junto con los más jóvenes muy entregados a sus roles, empero todavía bisoños en estos empeños de la coreógrafa, cargados de grandes dificultades físico motores (chicos que caminan ´´sexy´´ encaramados en zapatos de tacones altos, en corsets femeninos o calzando zapatillas de puntas de ballet).