Si el artista que denominamos coreógrafo es considerado un “constructor de danzas”, no las ritualistas sino las teatrales, debe aproximarse a comunicarlas con un agudo sentido de la ilusión y de la imagen a trasmitir, con el fin de crear –como diría Kant– una “actitud estética” en el espectador, expresada por las “fuerzas interactuantes” o poderes dinámicos desplegados en un espacio escénico dado: entonces pudiéramos esperar la aparición de aquello que calificamos de una obra de arte.
La mayoría de los coreógrafos neófitos en este difícil arte estaban equipados con buenas intenciones y apasionadas inquietudes, pero carecían de buenas y consistentes ideas, dramatúrgicamente hablando. Adolecían de una inexperiencia en el manejo de las herramientas estético– teatrales que las articularan. Por consiguiente, algunos no logran escapar de las fórmulas trilladas, que los han marcado en sus años de formación académica, o en su deseo de seguir ciertos modelos famosos, para convertirse en “modernos”, caen en el clisé de la gestualidad, a veces influidos por el empleo de músicas electroacústicas pertinentes o de dudosa calidad. Al mismo tiempo, los más inteligentes, logran producir simbiosis o transferencias de las tradiciones clásicas o foráneas con las últimas tendencias posmodernas o minimalistas.
Señalaríamos los procedimientos apreciados en el trabajo de Ismael Pérez –no siempre felices–, en su audaz pieza coral “El Samurai y La Geisha”, donde el ballet es el medio expresivo elegido para desarrollar una historia de tradición japonesa, en la que desfilan paradigmáticos personajes milenarios como un samurai, un ninja, un shogún, las maikos y la geisha, aquí encarnada por una espléndida primera bailarina, Sadaise Arencibia. El trabajo de puntas de las chicas, vestidas con kimonos tradicionales, fue arduo, mas se vio empañado por ese vestuario.
La filosofía llevada a la danza no ha conseguido aportarnos una lista considerable de buenas producciones coreográficas, aunque hayan sido acometidas por consagrados de la escena internacional. En el caso de la joven talentosa principiante Laura Domingo, en su “Dulce es la sombra”, a pesar de los buenos soportes musicales y de medios audiovisuales, en el intento de comunicar las ideas profundas de Jorge Luis Borges de su texto “Las ruinas circulares”, llevó al gran público a cierta fase de tedio evidente.
Por otra parte, fue una elección inteligente la del bailarín recién graduado, Lyván Verdecia, al preferir enfocar su opera prima “Retrato”en la forma de un dúo, donde otorgó en su construcción la primacía al trabajo histriónico a la par que manejaba un vocabulario “d´école” sin concesiones a lo circense, escogiendo para su interpretación adecuados solistas como Jessie Domínguez y Alfredo Ibáñez, quienes lograron una de las más sonoras respuesta del público que colmaba casi todo el aforo en la función del sábado pasado.
“Exceso”, la pieza de José Losada, el único primer bailarín que se atrevió a participar en esta difícil experiencia creativa, pero no competitiva, se aventuraba en un trabajo para tres parejas (con el autor entre ellos), la cual fue bien recibida gracias a la labor técnica de sus intérpretes, sin embargo una revisión ulterior le permitirá desarrollar sus enlaces, pulir movimientos y clarificar las dinámicas, de manera que no sean tan visibles las costuras. Este reproche pudiera endilgársele a otras piezas observadas en este Taller.
El estreno mundial más experimental, montado para la función dominical, lleva como sugerente título “Sistemas”, del joven laureado Luvyen Mederos. En el buen sentido de la palabra, pudiera calificarla de pretenciosa y con longitudes temporales susceptibles de unos cortes en una posterior revisión.
Mederos logra una excelente incorporación de una instalación–lvídeo, que se convirtió en acertado apoyo al trabajo de los bailarines de danza clásica, siempre sin desenfocarse en el empleo del vocabulario que mejor ellos ejecutan, eligiendo los pasos y encadenamientos apropiados, llevándolos a situaciones extremas en algunos momentos.
Sin duda que, el intento de trasplantar “ciertas visiones filosóficas y científicas” está basado en la regulación cronométrica de su estructura sistémica de espacio y música, recurriendo (nos explica Mederos en las notas al programa), a la duración de los tiempos y en los números. Los espectadores que no leyeron sus notas estaban, pues en desventaja, para aprehender en su integralidad la pieza.
“Vibraciones”, de la hermosa y juvenil balarina Laura Pérez, es todavía un resultado balbuciente, aunque muy apreciable por la sincera ingenuidad que despliega en sus diseños espaciales, a pesar de los “déja vu”. Dos aciertos: su concisión y la elección de sus intérpretes.
Por último, pudiera decir que la composición coreográfica de Alejandro Sené, “Claroscuro”, fue la que más acicateó mis neuronas críticas, y me obligó a una mayor concentración de su intertexto, a partir de los diversos elementos en los movimientos, en los diseños espaciales y los escénicos, además de elegir como soporte musical una evocadora pieza de Béla Bartók. La intervención en la “trama” de una bella bailarina en blanco vaporoso tal la solista de Balanchine en “Serenade”, fue sensacional, especialmente por la presencia luminosa de Dayesi Torriente.
Ha sido un muy estimulante Taller Coreográfico, y auguramos la presencia de algunas de estas obras en ulteriores programas del BNC, después de un trabajo analítico de pulido y revisión, antes de nuevas confrontaciones con público y crítica especializada.