Para conmemorar su tricentenario, la Escuela de Danza de la Ópera de París invitó a otras siete: Scuola di Ballo Accademia Teatro alla Scala; The Royal Danish Ballet School; Canada’s National Ballet School; The Bolshoi Ballet Academy; The Royal Ballet School; John Cranko Schule- Stuttgarter Ballett; Ballettschule des Hamburg Ballett, y la del New York City Ballet, que no asistió debido a otros compromisos.
Los anfitriones abrieron y cerraron el programa.
El orden en que se presentaron las instituciones académicas invitadas es el que aparece en la anterior enumeración de los huéspedes. Este detalle no es anodino, amén de que configurar un programa obedece a las consideraciones y necesidades estrictas del espectáculo.
Pero se podría pensar en cierto orden cronológico, según la aparición de las diferentes escuelas en el decurso de la historia (con la excepción de Canada’s National Ballet School), aunque no strictu sensu en lo que respecta a los años de fundación, sino en cómo se fueron sedimentando hasta hacer eclosión.
Ya los italianos le habían proporcionado a los franceses sus bailes de las cortes renacentistas desde el siglo XVI, pero lo que se ha venido a conocer como “escuela italiana de ballet” fue un producto del siglo XIX, de la mano, en principio, de la influencia imperial de Napoléon desde París.
La escuela danesa, con August Bournonville, se consolidó primero que la rusa (en San Petersburgo). Y la inglesa del Royal Ballet, así como las de John Cranko en Stuttgart y la de John Neumeier en Hamburgo son del siglo XX.
El poder apreciar, en el transcurso de una noche, a las diferentes escuelas es una oportunidad casi soñada para especialistas, balletómanos e incluso los propios alumnos, pues las particularidades por medio de la exposición conjunta se hacen más palpables.
El repertorio
La sentencia de que solamente las obras del repertorio clásico (que se extiende al “neoclásico” en el caso de “Péchés de jeunesse”, más aun porque Jean-Guillaume Bart creó su coreografía para “l’École”, con el cuidado de subrayar sus distinciones), permiten valorizar mejor (o hasta definir) una escuela, se hizo harto elocuente. En otras palabras: las diferencias entre las escuelas francesa, danesa y rusa se apreciaron con nitidez. Los “petits-rats” (los franceses) bailaron “La nuit de Walpurgis” (Claude Bessy sobre Léo Staats), un emblema de la “antigua” escuela francesa, además de “Péchés de jeunesse”. Los daneses, todo un regalo: el pas de trois de “Le Corps des Volontaires du Roi” de Bournonville. Los rusos, otro regalo aun (incluso si previsible “du pure Petipa”): “Los millones de Arlequín”, en montaje de Yuri Burlaka.
Respecto de la pareja inglesa, excelentes ambos, aun si interpretó el pas de deux “Rhapsody” de Frederick Ashton sobre Serguei Rachmaninov, es decir, el estilo inglés, por muy “lírica” y convincente que haya sido, la audiencia se quedó con ganas.
Los representantes de todas las otras escuelas también demostraron un alto nivel técnico, y hasta interpretativo, sorprendiendo con una madurez de proyección y seguridad sobre la escena, especialmente los italianos. Todos, sin excepción, subyugaron. Y aquí, acaso, una mención para los educandos de John Neumeier: su intenso estilo, ese que resplandece en el Ballet de Hamburgo, ya ha sido incorporado a esos jóvenes.
El trío (dos muchachos y una muchacha) de la Scala bailó “Gymnopédies” de Roland Petit sobre la música de Erik Satie; una coreografía sin mucha gloria, a no ser la de sus intérpretes.
Otro trío, en pas de trois de “Le Corps de Volontaires du Roi” (música de Vilhelm Christian Holm) trajo a dos danesas y un danés exuberante en lo que se refiere a su ballon, sus quintas posiciones, su veloz batería, sus tours en l’air. En fin, la escuela danesa.
Interesante el constatar que este estilo romántico de la escuela danesa, que es en definitiva el de la escuela francesa de la época de Bournonville, difiere del actual según se asume en la Ópera de París, ya que la evolución ha sido distinta. Lo más parecido a la elegancia y corrección de la escuela francesa es la escuela danesa. (Por otra parte, esa peculiaridad del trabajo de la parte inferior de la pierna, en la escuela francesa, resplandeció con nitidez.)
Los canadienses fueron un quinteto de dos muchachas y tres muchachos, en “Les chambers de Jacques” (2006) de Aszure Barton sobre música de Antonio Vivaldi y una actual. Es bastante “contemporáneo” aunque con mezcla “neoclásica”.
Todas las escuelas enviaron como representantes a: dos, tres, cuatro y cinco bailarines. Y hete aquí que la del Bolshoi vino con 14, donde 12 fueron cuerpo de baile. ¿Un “tour de force”? Una pareja de la escuela de John Cranko asumió “Come neve al sole” (2001) de Rolando D’Alesio sobre música de Peter Schindler. Hubo ciertos portés acrobáticos, la escritura fue decididamente actual, y sus intérpretes encantadores.
Si “Los millones de Arlequín” fue un “puro Petipa”, un cuarteto (dos muchachas y dos varones) de la escuela de Hamburgo aseguró un fragmento de “Spring and Fall” (1991/1994) que, sobre la Serenata op. 22 de Antonin Dvorak, es un “puro Neumeier”, con su escritura tersa, su poderosa plástica y una emoción que cautiva. En el menú moderno, fue la coreografía más interesante de la noche.
El final
La cuota más alta fue la del desfile de cierre, según la tradición del “défilé” de la Ópera de París (que data por cierto de 1926, introducido por Léo Staats), pero fue compuesto para la ocasión por Claude Bessy, sobre una marcha extraída de “Athalie” de Felix Mendelssohn, en tanto el de Ballet de la Ópera se hace sobre Johannes Brahms.
Los representantes de las escuelas invitadas se intercalaron con los “petits-rats”: los de John Cranko, los canadienses, los de John Neumeier, el Royal Ballet, la Scala, los daneses y el Bolshoi.
Se presentaron los últimos “petits-rats”, los de la primera división, y se iluminó el Foyer de la Danse. El momento fue mágico y sobrecogedor. No refreno el “vuelo lírico” porque todos los presentes en la Ópera Garnier, tanto público como participantes en la gala, sintieron el simbolismo de la ocasión: cuando se encendieron las luces del Foyer de la Danse, era el espíritu de Louis XIV el que estaba en la sala, más allá de que su imagen solar presida el telón de boca. Trescientos años después, no sólo era celebrado por sus herederos franceses, sino por todos los otros, invitados de las escuelas extranjeras, que también son los retoños del Rey Bailarín.
Junto a Élisabeth Platel, al frente de la Escuela de Danza de la Ópera, salieron a saludar los directores de las escuelas huéspedes, entre ellos, John Neumeier.
Cuando ya había caído el telón y podían oírse todavía los gritos jubilatorios de los muchachos, de repente los espectadores de la platea percibieron que Claude Bessy se disponía a retirarse. Se le dedicó una ovación enfebrecida, punteada con “bravos”.