Sobre John Neumeier y Gustav Mahler. Haz clic aquí.
Desde el 9 de abril y hasta el 12 de mayo el Ballet de la Ópera de París presenta en la Ópera Bastille la “Tercera Sinfonía de Gustav Mahler”, una coreografía de John Neumeier, estrenada en su Ballet de Hamburgo en 1975, y que la Ópera de París incorporó a su repertorio en 2009.
La “Tercera Sinfonía” es uno de los “ballets sinfónicos” (sin relación con los que en su época hacía Leonide Massine) de Neumeier, y dentro de éstos (ha coreografiado además sobre músicas de Johan Sebastian Bach y Mozart), la obra clave de los títulos realizados sobre partituras de Gustav Mahler, su compositor predilecto. Neumeier ha creado nada menos que nueve ballets sobre el músico austriaco.
El origen de “Tercera Sinfonía” remite a 1974, cuando el Ballet de Stuttgart le pidió a Neumeier una pieza en memoria de John Cranko. Cayó de casualidad sobre el cuarto movimiento de la Sinfonía no. 3. Hizo un pas de trois, interpretado por Marcia Haydée, Richard Cragun y Egon Madsen, titulado “Nacht”. (Este pas de trois corresponde en el ballet que se estrenó un año más tarde en Hamburgo, a la cuarta parte, también denominada “Noche”. El rol creado por Marcia Haydée es el de la “Mujer”, la cual sostiene a los hombres.)
El primer movimiento (“Ayer”) es el de la “guerra”, interpretado solamente por hombres. Ya aparecen: el “Hombre” (Karl Paquette), el hilo conductor o si se quiere, el leit-motiv de todo el ballet; el “Alma” ( Stéphane Bullion) y la “Guerra”, encarnada por Mathias Heymann, quien reaparece tras la convalescencia de una lesión no solamente recuperado del todo sino más aéreo y delicioso que nunca, saltando como un muelle, pero habitado ahora por una cierta aura.
La “guerra” es dura, sin piedad. Los portés entre hombres son endiablados, a lo que se agrega en los otros movimientos portés inhabituales de los hombres para las mujeres.
Hay reminiscencias bejartianas, pero si uno piensa en lo que pudo hacer Béjart en esos años 70 y lo que en la misma época hizo Neumeier, todas las palmas van para el último: el “neoclasicismo” del coreógrafo originario de Estados Unidos restalla, sin que haya aparecido una arruga.
Lo más marcante no es, sin embargo, ese “sabor” en algunos momentos a Béjart, sino la construcción coral de la masa sinfónica, como si uno estuviera viendo –es la sensación que da– las “danzas corales” de la danza expresionista alemana, lo que también se va a encontrar luego.
El segundo movimiento se titula “verano”: las muchachas y los jóvenes descubren la vida, la amistad, los primeros romances. Y es ahora el turno de recordar acaso a Balanchine, en la velocidad del cuerpo de baile femenino, y en algunas posiciones de los brazos, ciertamente bastante fugaces, porque el sello plástico propio a Neumeier, tan intenso y refinado (complicado, también), se presenta –en todo el ballet– en port de bras trabajados en círculos, cuyas líneas se “disparan” indistintamente, apuntando al infinito. Una geometría muy estudiada, en todas las figuraciones, como en esas pirámides de cuerpos.
Especialmente los solistas masculinos brillaron: Christophe Duquenne y Alessio Carbone, este último siempre un rayo de luz cálida.
Le sucede el “otoño”, tercer movimiento; y luego, “noche”, el pas de trois dedicado a John Cranko. La “Mujer” es Eleonora Abbagnato, en su primera interpretación tras ser nombrada danseuse étoile. La sensual rubia comunica esa solidez femenina. El lirismo alcanza cuotas altas, y Neumeier diseña las construcciones de líneas como un pintor. Stéphane Bullion y Karl Paquette, los “partenaires” de Abbagnato, se miden, de frente. El desempeño de ambos fue notable; Bullion siempre con ese recogimiento interior que lo impregna, y Paquette, del todo convincente como tal “hilo conductor”, con un buen empaque emocional.
Y aparece Isabelle Ciaravola en el quinto movimiento, el del “ángel”. Difícil imaginarse un ángel más iluminador que Ciaravola. Quizás, el de Myriam Ould-Braham, pero el registro expresivo es diferente.
El sexto y último movimiento (“Lo que me cuenta el amor”) se continúa con Ciaravola y Paquette. Es agónico y al mismo tiempo embriagador.
Ciaravola es una bailarina insólita. Se percibe su baile como una exhalación del alma. Esta suave intensidad que se instala como un destello (de tal magnitud que ella, en el solo, llenó el escenario de la Ópera Bastille…), da la impresión de que suspende el tiempo en, por ejemplo, cómo despliega una pierna. Quizás la “ciencia” radique en el tiempo con que espacia no un paso del otro, sino los movimientos y gestos que conforman todo el baile.
Para el final, se unen todos, de nuevo en una compleja “danza coral”, en la que no faltó ese “sello” de las configuraciones de Neumeier, cuya imaginación plástica pareció ser en este ballet inagotable.
En esta obra de dos horas de duración sin intermedio (¡cuya ausencia no se echa de menos!), fuera del Ballet de Hamburgo es difícil imaginar a otra compañía que no sea el Ballet de la Ópera de París. Sí, la “Maison” baila varias piezas de Neumeier, hay una relación sostenida con él. Pero tanta belleza (formal y física), y comprensión connatural de un estilo –sea el de Neumeier u otro– no son evidentes.
La conducción de Simon Hewett (director musical del Ballet de Hamburgo) al frente de la Orquesta y el Coro de la Ópera Nacional de París, es un punto a señalar.