John Neumeier, fascinado con Mahler, luego de coreografiar el cuarto movimiento de la Sinfonía no. 3, enseguida se dispuso a coreografiar los restantes movimientos. No sabía que casi en el mismo momento, Maurice Béjart había tomado la misma decisión, sin que el uno conociese el proyecto del otro: en 1974 Béjart estrenó el nietzscheano “Ce que l’amour me dit”, sobre los tres últimos movimientos de la Sinfonía no. 3.
En el programa de mano, John Neumeier se refiere a que su reflexión sobre el “universo musical de Gustav Mahler sin dudas influenció sobre la propia coreografía”. Sin embargo, precisa que no intentó ilustrar los temas de la partitura por medio de la danza.
Y agrega el coreógrafo algo muy revelador:
“Es quizás el aspecto paradójico de su música lo que me seduce tanto, una paradoja que, en mi opinión, se asemeja al principio fundamental de la danza. La danza utiliza al cuerpo humano como un instrumento, haciéndolo evolucionar en un conjunto organizado para elevarlo a un nivel metafísico o espiritual y alcanzar una dimensión sobrehumana. Como espectador, yo puedo sentir los movimientos del bailarín, porque yo sé moverme igualmente…Tengo consciencia de su significación en el plano físico, el psíquico y el emocional. Así, puedo identificarme con el intérprete y soy también capaz de evaluar las cualidades psíquicas y el sentido metafísico de sus figuras y movimientos. Sucede lo mismo con la música de Mahler. El compositor nos lleva gracias a ella a universos que nos son familiares, porque se inscriben en lo más profundo de nosotros”.
Es decir, un paralelismo estético entre lo que es “universal” en Mahler en ese sentido en que cada emoción, idea, noción o concepto que pueda reflejar halle un eco en consecuencia en los receptores, y la relación de correspondencia expresiva que se establece entre el coreógrafo y los bailarines que observa como espectador.
La nietzscheana, panteísta, lírica y mística Sinfonía no. 3 de Mahler, es formalmente para Neumeier una materia arquitectónica, como si ese “instinto” que lo guió lo hubiese conducido a construir con el movimiento y el gesto una catedral, en la que los solistas, los pas de deux y trois “individualizan” el conjunto, que es colosal, como la partitura de Mahler.
Sí, como dice el coreógrafo no se propuso “ilustrar” la música por medio de la danza, pero la correlación puramente visual y cinética con las que reciproca al sonido es pasmosa. Puede hablarse de una cierta ósmosis. Mahler ha sido trasladado al campo de las tres dimensiones.
Es por ello que este viaje iniciático y filosófico, con sus resonancias cósmicas y religiosas, puede ser considerado eminentemente abstracto, aunque no lo es: esa no fue la intención del coreógrafo, que le insufló su propia visión “poética” a los indicadores expresivos de Mahler, ni mucho menos la de éste, el gran post-romántico.
Este exacto equilibrio, inefable, entre lo abstracto y lo que no lo es –en principio–, ya tampoco es ni con mucho una pieza “narrativa”, hace de la Sinfonía no. 3 de Mahler, según Neumeier, una obra de un alcance particular.