El Ballet de Leipzig ha convertido en su mejor carta de presentación a nivel internacional la preservación del legado del malogrado coreógrafo Uwe Scholz (Hesse, 1958-Berlín, 2004), director de la formación teutona desde 1991 hasta su muerte prematura a los 45 años.
De esta manera, la compañía germana retornó a los escenarios españoles –entre ellos, el Teatro Arriaga de Bilbao con un concurrido aforo– con una gira en la que presentó una de las obras capitales del repertorio del creador alemán: “The Great Mass” (1998), gran exponente del ballet sinfónico realizado sobre la música homónima de Wolfgang Amadeus Mozart (1756-1791).
La peculiaridad de la obra del compositor austriaco es que la “Gran Misa número 17 en Do menor, K. 427/417ª” –denominación real de la partitura- se estrenó en 1783 inacabada: falta el ‘Agnus dei’, el ‘Credo’ se halla incompleto y carece de instrumentación en algunos pasajes. Scholz se decantó por rellenar los espacios en blanco con música de los compositores contemporáneos Thomas Jahn (Berlín, 1940), György Kurtág (Lugoj, Rumania, 1926) y Arvo Pärt (Paide, Estonia, 1935), cantos gregorianos y poemas de Paul Celan (Cernauti, Rumania, 1920-París, 1970).
Formado en la Escuela del Ballet de Stuttgart –donde fue admitido un mes antes del también prematuro deceso de John Cranko (1927-1973), de quien era un confeso admirador–, Uwe Scholz tuvo una efímera carrera como intérprete, pero pronto se destacó en la composición coreográfica, apoyado por Marcia Haydée (Niterói, Brasil, 1937). A los 26 años, Scholz se convirtió en el director más joven de una compañía, al liderar el Ballet de Zurich, formación en la que permaneció hasta ingresar en Ballet de Leipzig.
El estilo del creador alemán se ha descrito como la trascripción coreográfica de una partitura, o dicho de otra forma, como un excelente ejemplo en la creación de ballets sinfónicos, estilo creado por Léonide Massine (1896-1979) hacia los años 30 del pasado siglo para expresar el contenido musical de sinfónicas de compositores alemanes como Ludwig Van Beethoven y Johannes Brahms. Además, otra característica relevante de “The Great Mass” es la abstracción de la obra, en la misma senda creativa iniciada por George Balanchine con “Jewels”, en 1967, con sus ballets “plotless”, sin argumento.
La acusada musicalidad de Scholz adapta a lenguaje coreográfico, de corte principalmente neoclásico, cada una de las notas musicales de la partitura de Mozart, llegando a crear un efecto majestuoso en su totalidad. La cualidad más sobresaliente de “The Great Mass” es el inmenso y pulcro trabajo de Scholz en la construcción de complejas escenas corales, llegando a elaborar escenas en las que se hallan sobre el escenario más de veinte bailarines, en una especie de partitura polifónica, en la que cada fila del coro representa una de las voces de la música trasmutada en coreografía.
Además, el hecho de tratarse de una misa otorga una solemnidad diferente a la pieza. No obstante, la escritura coreográfica del creador alemán se vio empañada, en ocasiones, por la falta de precisión de cada línea coreográfico-musical, llegando a producirse pequeños choques entre los bailarines. Unir sobre un escenario a tantos intérpretes a la vez requiere de una sincronización tan perfecta como el mecanismo de un reloj y, probablemente, por el exiguo espacio del teatro, las imprecisiones fueron demasiado visibles, sobre todo, al principio del espectáculo, que tuvo una duración algo superior a las dos horas.
Pese a los pequeños fallos, el Ballet de Leipzig, dirigido por Mario Schröder desde la temporada 2010/2011, realizó un buen trabajo en su conjunto en la revitalización de su principal tesoro: el legado de Uwe Scholz. Entre las magníficas escenas corales, también se vislumbraron dúos, tríos y otras composiciones numéricas, así como un interludio con otras músicas y un completo cambio del espacio escénico.
El impoluto blanco de la vestimenta de los bailarines se tornó en negro; la dualidad cromática hacía referencia a un pequeño abismo en la coreografía, que contraponía luminosidad y grandeza colectiva neoclásica a pequeños instantes de oscuridad de estilo más contemporáneo. Como final, la pieza de Scholz optó por un sugerente plante ante el público. Uno a uno, los bailarines van accediendo al escenario, vestidos con ropa de calle y desmaquillándose, para permanecer sentados frente al público, en actitud desafiante y sin realizar ningún tipo de movimiento mientras suenan los últimos acordes de esta misa laica danzada, convertida en una de las obras de referencia del desaparecido Uwe Scholz.