Ver el Ballet de la Ópera de París, es trasladarse a una era en la que el buen gusto, los exquisitos modales y la delicadeza, imperaban en los teatros y en los salones palaciegos. Con la llegada a los Estados Unidos del ballet parisino, y desde el escenario del teatro Koch, que forma parte del Lincoln Center de Nueva York, el público ha podido disfrutar de una magnífica lección de perfección académica y mesura interpretativa. El programa, “French Masters of the 20th Century” (Maestros Franceses del Siglo XX), reunió tres piezas de igual número de coreógrafos y compositores franceses, las cuales, no obstante, incluyó dos en contraposición a la primera.
El programa dio comienzo con “Suite en Blanc”, creado por Serge Lifar (1905-1986) en 1943, sobre la música de Edouard Lalo (“Namouna”). El vestuario es el requerido para el ballet: tutús largos o cortos, en blanco para las mujeres, y camisas y mallas blancas para los hombres, si bien hay algunos que visten mallas negras. El escenario, sin decorados, solo telones oscuros y plataformas que algunos bailarines ocuparon cuando fue necesario. Según explican las notas del programa, Lifar creó la pieza como “danza pura” para “presentar las innovaciones de nuestros tiempos”.
Muchos años han transcurrido desde entonces, sin embargo, la obra mantiene la belleza y frescura que el coreógrafo concibió y que los actuales integrantes del Ballet de la Ópera, observan estrictamente. Poco parecen haber cambiado para el Ballet de la Ópera de París, esas reglas de buen gusto impuestas por los grandes maestros favorecidos por Luis XIV en su corte, responsables de la nomenclatura clásica como es practicada hasta el presente.
Pasos y poses llenos de simples encantos hacen que “Suite en Blanc” sea una deliciosa clase del mejor curso de danza de escuela. El coro, formado por 10 parejas, con solistas de ambos sexos, interpretan desde los pasos más fáciles hasta los más complicados; fouettés para las bailarinas y doble assemblés en l´air para los hombres, todo expuesto con gran limpieza y determinación. Las erectas espaldas de las bailarinas, junto a la perfecta armonía del cuello, y los hombres, son una buena muestra de la gran escuela que las entrena. De igual manera, la bella colocación de los brazos en alto, como si fueran una corona, no pueden escaparse a los ojos de los amantes del divino arte de la musa Terpsícore. Los hombres, por su parte, son galantes en los bailes en pareja guardando la uniformidad necesaria cuando los bailes son de grupo.
Entre las interpretaciones más sobresalientes hay que mencionar la labor de Dorothée Gilbert y Marie-Agnès Gillot, cuando bailaron al compás de la música de La Cigarette y La Flute respectivamente. En especial Gilbert, una gran bailarina en toda la extensión de la palabra, por la forma límpida en que terminar cada paso, igualmente que la exuberante Isabelle Ciaravola, en el inspirado Adagio con Stéphane Bullion.
Mathieu Ganio, en la Mazurka, fue un atractivo húngaro, que supo demarcar las poses típicas con gran elegancia. En resumen, una hermosa visión de bailarinas y bailarines como el título indica, que causan deleite para los que aprecian la danza en su más clásica exposición.
Con la segunda obra, “L´Arlesienne” (La mujer de Arles), sobre la partitura del mismo nombre de Georges Bizet, Roland Petit (1924-2011), pasa al ballet con argumento, en su estilo neoclásico preferido. No obstante, Petit adquirió gran fama posteriormente, con sus obras que puedo llamar de cabaret, especialmente “Carmen” y “Le Jeune Homme et la Mort”, entre varias otras más.
“L´Arlesienne”, con escenografía de René Allio y vestuario de Christine Laurent, presenta la pasión trágica del atractivo Frederi, Benjamin Pech –seegún es descripta en la obra de Daudet–, por su infiel dama de Arles, rol a cargo de la brillante Ciaravola.
La pieza con que cerró el programa no podía haber sido mejor escogida: “Bolero” de Maurice Ravel. No necesita mucha presentación. Su repetitiva melodía, popular bajo todos los aspectos, va subiendo en intensidad y en número de intérpretes, según avanzan los compases. Maurice Béjart (1927-2007) hizo la coreografía de la obra en 1961, para su Ballet del Siglo XX (disuelto en 1986), que llevaba a Jorge Donn como el bailarín principal. Poco tiempo después, el famoso rol sería intercambiado con una mujer (la gran Maya Plisetskaya lo bailó en más de una ocasión). En el comienzo, el escenario aparece casi oscuro, y poco a poco comienza a visualizarse una plataforma en redondo, de color negro, iluminado solamente por un reflector central para destacar a la solista o solista sobre la plataforma.
Aurélie Dupont asumió el llamativo rol, vistiendo una camiseta sencilla, blanca sin mangas, y mallas negras hasta los tobillos, y el largo cabello, amarrado sobre la nuca, le caía profusamente sobre la espalda. Con el escenario a oscuras, salvo el reflector de la solista, poco a poco comienza a notarse un nutrido grupo de hombres, vestidos en negro, que circundan el fondo de la escena, sentados a cierta distancia de la plataforma. Los hombres se van haciendo de notar de dos en dos, al levantarse y bailar cerca de la plataforma. Con cada nuevo sonido, la música va en aumento, igual que los bailarines, incluyendo a Dupont, que acomete con gran vigor el crescendo de la repetitiva melodía. En el final: una explosión de incontenibles aplausos y gritos del público, puesto en pie en todos los pisos del teatro. ´La orquesta de la Ópera del City Center, bajo la dirección de Koen Kessels sonó maravillosamente en entonación y ritmo.
Una noche más que añadir a la innumerable lista de triunfos del Lincoln Center de Nueva York, y del gran Ballet de la Ópera de París, que dejó transcurrir mucho tiempo desde su última visita, para volver a tocar estas costas, donde esperaban ansiosos muchos admiradores.
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