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En febrero, tras festejar su primer cincuentenario, la compañía Danza Contemporánea de Cuba inició la primera temporada 2011, esta vez sobre el escenario del renovado teatro Mella (el antiguo cine-teatro Rodi), en la dinámica zona residencial habanera de El Vedado, que colmó su aforo de unas dos mil butacas.
En esta ocasión, las atracciones principales que cautivaron la atención de los juveniles fanáticos de la danza “sin puntas”, fueron tres piezas en un acto. Abrió la representación una ansiada reposición de la versión de “Carmen” de Merimée, del coreógrafo finlandés Kenneth Kvarnström(1963), con el empleo eficaz de la orquestación de la música de Bizet realizada por el ruso Rodino Schedrin para el ballet homónimo del coreógrafo cubano Alberto Alonso (a instancias de la eximia del Bolchoi, Maia Plisétskaia).
Aquí, esta pieza es bailada por un septeto de carismáticos viriles bailarines, desbordantes de un histrionismo sin par, cuyo humor acidulado y ambiguo (en el juego con el erotismo de género), supera los límites de las intenciones primarias y pedestres del coreógrafo oriundo de zonas gélidas del norte de Europa, con vertiginosos movimientos cercanos a la “contact improvisation”.
Inmediatamente después fueron desvelados los dos estrenos de la noche: “Dejando el cascarón” del joven bailarín y coreógrafo George Céspedes (31 años) –su obra “Mambo 3XXI”, fue nominada en el Reino Unido para el Premio Olivier, por mejor espectáculo del 2010–, y “Horizonte”, del cubano-norteamericano Pedro Ruiz (42años), miembro del cuerpo docente del Marimount Collage y el The Alvin Ailey School, y por más de dos décadas “principal dancer” del Ballet Hispánico.
George Céspedes
Pocos, por no decir casi ninguno, ha podido expresar en movimientos un discurso de tal complejidad filosófica. Si bien muestra Céspedes, en el intento, un paso firme de avance en la maduración del oficio, tanto en la claridad de la estructura como en el diseño de los espacios y de las atmósferas, aunque las dinámicas en las líneas de los desplazamientos se manifiestan, nuevamente, con una excesiva reiteración en los minutos finales. Certero el papel protagonista de las luces diseñadas por el experimentado Eric Grass, aunque no consigue ajustarse, en ciertos pasajes puntuales a su gestualidad (el equipamiento del teatro es limitado, como sabemos). Además, la fortuita incursión de Céspedes en la elaboración del soporte de la música y el diseño del vestuario no fue la más feliz para lograr la necesaria organicidad.
Los ejecutantes se muestran cargados de alto voltaje, por lo cual reciben una merecida y gratificante ovación de la audiencia.
Pedro Ruiz
En cuanto a Pedro Ruiz, este creador se apoya, para su neoclásica pieza “Horizonte”, en un exergo prestado al narrador Alfonso Gumucio Dragón: “Es una pintura mural que cambia cada día movida por tempestades de color”. En consecuencia, el coreógrafo no se arriesga en el diseño en la realización de otros elementos de la puesta en escena. Para ello, tuvo la colaboración de experimentados creadores, tanto en el diseño del vestuario y luces, así como de la banda sonora, cuando eligió al compositor Aaron Jaffee y una pareja latina baladista conocida como Rodrigo y Gabriela.
Ruiz exhibe una evidente influencia del desaparecido coreógrafo afronorteamericano Alvin Ailey, con un eficiente desarrollo de la escritura , estructura y musicalidad, demostrado en los movimientos fluidos , el legato de las originales cargadas (intercambiando los sexos), en el entramado de solos, dúos, tríos y conjuntos de las ocho excelentes parejas descalzas (Céspedes los calza con sneakers), seleccionadas para la noche del estreno (la primera creación de un cubano residente en Estados Unidos para una agrupación de la isla). DCC con Ruiz, en solamente 30 minutos, expele erotismo y sensualidad en su “contaminación” con tendencias contemporáneas en un “crossover” de ritmos y gestualidades emergentes de la llamada afro-cubanidad : su colorido nos sugiere los paralelismos con las diosas y dioses principales del panteón religioso de la Santería yoruba.
El conjunto DCC posee, entre los miembros de su actual cuerpo de baile, una generación de jóvenes bailarines (con un promedio de edad de los 23 años), que se destaca por la belleza física de sus integrantes, el exotismo sensual que exudan, así como la precisión y técnica brillante en cada representación.
El punto álgido que deben enfrentar es el de las nuevas creaciones coreográficas, que necesariamente alimentarán su repertorio sucesivamente. DCC fue particularmente calificada, en Barcelona, como una compañía que no practica la “non danse” (por supuesto que no vieron ciertos títulos donde esta tendencia sí se utilizó).
Danza Contemporánea podrá ser apreciada, por primera vez, por los públicos estadounidenses, cuando se presente en los escenarios de cuatro ciudades del país norteño en junio, entre ellas Nueva York, con varias funciones en el Joyce Theatre.