Hace 80 años, moría en La Haya, Holanda, la bailarina más famosa de su época: Anna Pavlova. Paseó su arte por los lugares más insólitos y lejanos del planeta; “La muerte del cisne”, una breve danza creada para ella, le otorgó gloria y celebridad. Cuando dejó este mundo ya era una leyenda que perduraría a través del tiempo.
Nació, prematuramente, el 31 de enero de 1881 en San Petersburgo; su padre murió dos años después. Pasó su infancia junto a su madre en Ligovo, en pleno campo. Con diez años, Anna consiguió ingresar a la Escuela de Ballet del Teatro Mariinsky de San Petersburgo que dirigía Marius Petipa. Allí recibió formación en ballet clásico con los profesores Pavel Gerdt, Christian Johansoon y Eugenia Sokolova; ellos la guiaron a través de la tradicional, noble y elegante escuela francesa. Nueve años más tarde, ya graduada, Pavlova ingresó al Ballet Imperial, donde, además de intervenir con frecuencia en el repertorio de la compañía, tomó clases con Enrico Cecchetti, las que le dieron la fuerza y el virtuosismo propios de la escuela italiana.
En 1905, Anna Pavlova ya era Prima Ballerina del Teatro Marinsky. Su figura delgada, frágil, de brazos largos y pies extremadamente arqueados, cambiaron para siempre el ideal de la bailarina clásica que, por ese entonces, solían ser mujeres corpulentas y musculosas. Ese mismo año nacieron su fama y la leyenda, cuando Michel Fokin compuso especialmente para ella, un breve solo: “La Muerte del Cisne”, con música de Camille Saint-Saens –agónica evocación mitológica del ave– que emocionó hasta las lágrimas a millones de espectadores por la conmovedora interpretación de La Pavlova.
Las excepcionales virtudes de la bailarina hicieron que Sergei Pavlovicht Diaghilev la invitara a participar en el debut de los Ballets Russes, en París, en 1909, junto a otra leyenda del ballet, Vaslav Nijinski. La pareja bailó en “Le Pavillon d’Armide” y “Les Sylphides”, antes conocida como “Chopiniana”, pero la permanencia de Pavlova en los Ballets Russes fue breve, desinteligencias con Diaghilev los distanciaron. Ella defendía el ballet clásico: creía que las tendencias innovadoras del empresario amenazaban el arte del ballet. Diaghilev, por su parte, buscaba renovarlo con el aporte de jóvenes músicos, coreógrafos, artistas plásticos e intelectuales de vanguardia. Pavlova, querida y admirada por millares de espectadores, solo deseaba llegar al corazón con su arte.
Atrás quedaron los Ballets Russes y también el Teatro Marinski; con la ayuda de su compañero, Victor Dandré, formó su propia compañía. Con ella, bailó en Europa, a lo largo y ancho de las tres Américas, en países lejanos del este y el oeste, donde el ballet nunca había sido visto. Los convencionalismos le eran indiferentes, Pavlova estaba dispuesta a bailar donde el público quisiera verla: lo hizo en el Hyppodrome de New York, rodeada de titiriteros y elefantes amaestrados. Aconsejada por sus amigos Mary Pickford, Douglas Fairbanks y Charlie Chaplin, filmó dos películas: “La muda de Portici” y “El Cisne Inmortal”. Esos registros guardan fragmentos de sus danzas más famosas, pero fueron captados por cámaras primitivas y silentes, con el resultado de imágenes distorsionadas, impropias de su arte sublime.
Anna amaba la naturaleza, las aves, las flores, los insectos; sobre el estanque del amplio parque de Ivi House, su residencia en Londres, se deslizaban inmaculados cisnes: Jack era su preferido, en él encontró inspiración y con él la fotografiaron; la bailarina y el ave entrelazados, abrazados cuello con cuello, corazón con corazón. Ivi House, era el lugar ideal para descansar. Después de 18 años de giras agotadoras y más de 4.000 representaciones, era evidente que el público, fascinado por la seducción que emanaba de su arte, solo quería ver y admirar a La Pavlova. Así lo comprendió y entendió que cada representación debía ser un rito y ella el oficiante. Lo dejó entrever a la prensa cuando declaró: “Crecí con la convicción de que el arte está cerca de Dios. Por consiguiente es algo sagrado. Cometer cualquier acto que lo degrade, sería lo mismo que saquear un templo”, “Nadie puede adquirir talento. Sólo Dios lo otorga; el trabajo transforma el talento en genio”.
Con el correr de los años, el repertorio de su compañía pasó a ser cada vez más nostálgico, formado por ballets clásicos abreviados o pequeñas piezas coreografiadas por ella: “Hojas de Otoño”, “Amarilla”, “La Rose Mourante”, “La Libélula”, que pretendían capturar la inimitable exquisitez de “La Muerte del Cisne”, aunque solo tenían como atractivo artístico a la extraordinaria bailarina, cuya gracia y delicadeza transfiguraban al público.
El tren –en que Pavlova, cercana a los 50, volvía después de unas vacaciones navideñas– tuvo un accidente; vestida con un ligero abrigo, caminó sobre la nieve, para saber qué había sucedido. Días más tarde le diagnosticaron doble neumonía, el “cisne” estaba solo. La mujer, que pudo representar en el escenario la muerte transfigurada, peleaba por su vida, su salud empeoraba rápidamente. Agonizando pidió que le alcanzaran su vestido de cisne: “tocad aquel último compás…” fueron sus últimas palabras.
Dos días después de su muerte –el 23 de enero de 1931, en el Hotel Des lndes de La Haya– tuvo lugar en Londres una función de ballet. Cuando terminó el primer intervalo, el director de Orquesta se dirigió al público para anunciar que se interpretaría “La Muerte del Cisne” en homenaje a Anna Pavolova. Lentamente se alzó el telón sobre el escenario oscuro y vacío, cuando comenzó el doliente diálogo entre el chelo y el arpa una luz cenital iluminó la escena. Muchos espectadores lloraron, creyeron estar viendo el espíritu del “Cisne Inmortal”.