Mimos, actores, músicos, clowns, contorsionistas, trapecistas, cómicos trashumantes. Como los cómicos de la legua, Mandrágora Circo son esos magos de la imaginación y la ternura. Con elementos básicos, estos dos comediantes, Juan Bracamonte y Mariana Silva, llegaron con su “carromato” al Millenniun Stage del Kennedy Center de DC, para hacer una sola función y seguir camino hacia Boston, el 15 de febrero, y luego a Nueva York, el 17 del mismo mes.
Con mínimos elementos, un acordeón, una armónica y un serrucho, hacen música, y acrobacias, y malabares y mucho más. Crean escenas en las que, por momentos, interactúan con el público en una atractiva red de intercambio de risas y sonidos. Con un atril, una sombrilla, un arco de violín, clavas y campanitas, desarrollan rutinas en las que sólo los gestos permiten al espectador imaginar situaciones, conflictos y soluciones.
Mandrágora Circo, un grupo argentino de la provincia de Chubut, en la Patagonia, reafirma y rescata la larga y magnífica tradición de teatro para niños que tiene el país del sur. Fundado por Bracamonte y Silva en 2002, el dúo combina distintos lenguajes y utiliza técnicas básicas de circo como acrobacias aéreas, trapecio y malabarismo para diseñar una historia con principio y fin, entrelazada con diferentes secuencias en las que el gesto desplaza a la palabra.
En este periplo que comenzó hace casi tres años y que lleva cerca de 16 países recorridos, la meta es llegar hasta Alaska con este show, sencillo, delicado, con toques de humor, un excelente manejo corporal y gestual y una atractiva consistencia en la historia.
Una escenografía mínima: un florero con flores de papel; frutas que los actores-mimos-clowns utilizan para hacer malabarismo y delinear parte de la dramaturgia del show; un mantel con puntillas y una pequeña butaca, forman parte de esos elementos que permiten ingresar a un mundo encantado y real.
Un trapecio que se descuelga del techo para que Silva se doble y se desdoble como si no tuviera esqueleto y como si la gravedad no existiera. Y para el final, dos telas de colores desafían a Silva hasta lograr que se trepe, se contonee, se enrosque y desenrosque desde las alturas.
Las luces, perfectamente dirigidas a cada uno de los protagonistas, se ensamblan para diseñar un espectáculo de calidad y conmovedor, que guarda ese toque de nostalgia de aquellos saltimbaquis que recorrían los pueblos robando sonrisas.